sábado, 6 de noviembre de 2010

CAPÍTULO VI: EL PLAN SE PONE EN MARCHA

LG

Ni bien Esteban Dolores y su igual, Feliperro, entraron en la taberna, todas las cabezas se voltearon para mirarlos, pues hacía tiempo que no venían forasteros a recalar en este sitio. Al contrario que su ex sirviente, mal entrazado, con cara de bobo y para colmo con un hilillo de baba que le caía por la comisura del labio, Esteban era bien parecido y lucía gallarda figura.
Era un hombretón de espaldas anchas, moreno, de barbilla cuadrada y hoyuelos en las mejillas, que le daba un aire entre de niño y de diablillo. Llevaba el pelo largo y atado en una coleta, mediante un lazo negro de terciopelo. Su aspecto era… por lo menos elegante.

Las gitanas le dieron descanso a sus uñas, que ya tenían gastadas de tanto rasque, y con los ojos clavados en el mozo, ensayaron su mejor sonrisa. No era habitual que un espécimen de tamaña naturaleza pasara por este antro.

Mira Carmela –dijo la Pitones-, si hasta lleva todos los dientes puestos, mi alma, igualito a mi Niño del Corral Candelas. Pocos son los que se ríen y lucen tamaña dentadura, a la mayoría se le escapan los garbanzos del guiso entre los espacios donde debieran tener los dientes. Anda pues, que este hombretón es mío, ni se te ocurra acercarte, prima… -La Carmela frunció el ceño a sabiendas de que si no le hacía caso, la que quedaría sin dientes sería ella, de los golpes que daría la otra, de modo que no le hizo asco de acercarse prestamente a Feliperro, que no importaba la pinta sino llenar el corpiño de monedas.

Ante tanta algarabía, también se volteó la niña María de los Milagros, y en ese instante sus cándidos ojos toparon con los no tan cándidos de Esteban, ya que a este le saltaban chispas de sólo imaginarse a la doncella entre sus brazos.
María de los Milagros quedó tan absorta ante Esteban, que hasta se olvidó de los piojos que no le daban tregua, y dedicándole una caída de ojos de esas que derriten hasta al hielo, bajó la cabeza con el pudor de una dama.
Para qué contar su efecto en Esteban, los calores se le agolparon en la cara y en otras partes, de tal manera que hubo de contenerse para que Merceditas, el ama, que estaba allí cerca no lo sacara a patadas en el trasero. Por eso mismo se apuró a acercarse a la vieja, y ensayando su mejor y más simpática sonrisa le dijo:

Vuestra Merced ha enviado por este servidor, soy Esteban Dolores, el boticario de la comarca, a sus pies señora. El padre de la doncella me ha destinado a quitar los… los… ejem… los visitantes de su hija, con premura. He de comunicarle que mi asistente traerá las lociones para tal menester en el día de mañana, pues hubimos de encargarlas a Oriente, que aquellas pócimas son más potentes que las nuestras. Espero que Vuestra Merced, llegado el caso, contribuya franqueándome el paso a las habitaciones de la niña… no olvidéis que su padre es vuestro amo. –Y dicho esto, hizo una reverencia a Merceditas, para luego tomar la mano de la doncella y estamparle un beso húmedo y provocativo, hecho lo cual se sentó a una mesa junto a Feliperro y clamó a viva voz:

¡¡Tabernero!! Traed el mejor vino de la casa para estos sedientos hombres… y que no falte un plato de guiso, que el camino ha sido largo. –Luego, dirigiéndose a Feliperro en voz baja le dijo-: Mi querido amigo, debéis de conseguir algo lo más parecido a un ungüento o loción que podáis, no importa que no lo sea, mas sí que lo parezca. Para mañana tengo planes…

Mientras esto ocurría, la Pitones ya enfilaba, moviendo las caderas hacia la mesa que ocupaba el visitante y frotándose las manos mientras pensaba en el festín que se daría en un rato. Se movía con un ritmo extraño, parecía un baile africano, pero no... era el picor no la dejaba en paz.


Sí, señor, los planes saltaban a la vista, lo que no se sabía era la marimorena que se armaría a causa de ellos. La hostería volvía a estallar…

lunes, 11 de octubre de 2010

CAPÍTULO V: LA OPORTUNIDAD

LG

Pasó entonces que de tanto tiempo que la hostería había estado cerrada, los piojos que tenían las gitanas se habían trenzado en sus cabelleras, reproduciéndose de tal forma que buscaron otros escondrijos con tanta pelambre como tenía la cabeza. El caso es que en la hostería había más piojos y liendres que parroquianos bebiendo vino.

Era de ver a todos rascándose a cuatro manos, que parecían que bailaban flamenco y que tocaban las castañuelas.

-¡Ay, mi Dió! Prestamé tu uña pue, que no me aguanto el picor –le dijo la Pitones a la Carmela-, aunque preferiría a mi Niño del Corral…

En estas circunstancias Buttarelli recordó al pillo de Santorcaz, el barbero, quien le había quitado los molestos bichos (entre otras cosas) a la duquesa de Piedrabuena, y a pesar de que por allí no era bien recibido, pensaba el tabernero mandarlo a buscar para ver si con sus ungüentos podían hacer desaparecer aquella nube de piojos, que de tan necesitados que estaban, ya se cruzaban con las pulgas de la bodega.
María de los Milagros, no escapaba a la plaga, por lo que su ama, doña Merceditas (a quien ni los piojos se le acercaban de tan fea que era), decidió enviar un recado por el chaval de los mandados, hasta la casa donde residían los padres de la niña, informándole de los acontecimientos. Tuvo tan mala suerte el niño, que habiéndose empacado su burro, a poco de comenzar la marcha, al bajarse para tratar de hacerlo caminar, perdió el recado entre la hierba. A poco, el Uvamiel, que así se llamaba el asno, retomó su marcha y con él, el chaval, sin saber que el recado quedaba en el camino.

Y como las cosas siempre suceden por algo, atinaron a pasar por el lugar, Esteban Dolores y su igual Feliperro, quienes ya habían avistado, a lo lejos, la hostería de Buttarelli. Habiendo visto el papel entre la hierba, agachóse el ex sirviente a recogerlo, y entregándoselo a su ex amo, éste leyó:

“Mi Señor:
Vuestra hija está a buen recaudo en un sitio, que si bien no es merecedor de su hidalguía, bien resguarda el tesoro que aún se encuentra bajo sus vestidos. El caso es que este lugar, llamado “La hostería de Cristófano Buttarelli”, luego de permanecer cerrado un prolongado tiempo, se ha plagado de piojos, liendres y garrapatas, amén de otros insectos que si no chupan la sangre, muerden. Pues os pido que nos enviéis lo antes posible, algún boticario con lociones y ungüentos para deshacernos de los molestos visitantes, pues no podré ofrecer a vuestra hija en matrimonio con sus partes saturadas de bichos.
No perdáis más tiempo, el cinturón de castidad que lleva María, ya está tan oxidado por la espera que casi no entra la llave en su candado…

A Vuestro servicio, mi Señor.
El ama Merceditas”.


A Esteban Dolores se le agrandaron lo ojos como platos ante tamaña oportunidad: pues vio que podía matar dos pájaros de un tiro, por un lado enamorar a la joven María de los Milagros, haciéndose pasar por un enviado del padre de ella y hacerse con el botín que aún guardaba celosamente bajo su falda; y por el otro, lograr el propósito que lo había llevado hasta allí. Se frotó las manos ante esta situación que los hados le presentaban, y pidiéndole discreción a Filiperro, entraron a la hostería…

miércoles, 23 de junio de 2010

CAPÍTULO IV: En donde acontece el acto más largo, de acuerdo a la longitud de cierta ausencia.

M.G.
Mientras la hostería se llenaba con vírgenes, poetas y brujas, no muy lejos de allí apareció el hombre llamado Diego Cerrojo quien iba cegado con la venganza y dando a la hostería de Cristófano Butarelli el apellido de responsable de sus desdichas, resolvió en largo juramento quemar el antro hasta dejarlo en un puñado de cenizas. Y como la idea se le hacía cada vez más atractiva, se alegraba y se animaba cada vez más y hablando para él iba por la calle, como loco en tormenta barruntando el desastre.
- Todos reían sí, reían mi desventura, mas yo, Diego Cerrojo, soy hombre pequeño pero grande en valor y nadie se ríe del hijo de mi madre sin hacer llorar a la propia. Porque nadie se mea encima de mí…
Y diciendo estas palabras las entonó tan altas que vino a asustar a un mulo marrón atado a una argolla y cuyas orejas le servían de toldo a los ojos, la pobre bestia sin saber qué se le venía encima y tuvo a bien soltar una coz por si acaso golpeando al desdichado de Diego Cerrojo. El dueño del animal que andaba en su casa haciéndole un negocio a su esposa oyó el testarazo y se asomó, se encontró a Diego tendido y al comprobar que no tenía pulso, supo en el instante lo que pudo haber pasado, suplicó al cielo porque Diego respirase, mas no había ningún signo de vida. Asustado miró a los lados por si alguien le hubiese visto. Entonces tuvo la brillante idea de subirlo al mulo y hacer como quien transporta un borracho hasta sacarlo de Sevilla y buscarle un “buen destino” siempre lejos de su culpa. Le montó y le paseaba, y si se topaban con alguien por la calle el mulero hablaba en altas voces maldiciendo el vino y a los borrachos. Las gentes reían o murmuraban, mas a nadie se le ocurría tomar el pulso de don Diego. Al cabo de un rato se dio cuenta de que por donde quiera que caminaba aparecía un aguacil, o un cura, o alguien que le hacía tomar la dirección que él no quería viéndose convertida la ciudad en un inmenso laberinto de paredes como barrancos. En uno de esos rodeos vino a darse de cara con el Guadalquivir mostrando sus mansas aguas como un enorme carril en movimiento, y se le ocurrió bajar el difunto de un mulo para echarlo en un carro aunque de agua fuese. Se cercioró de que no había nadie y con gran prisa dejó a Diego a merced de las aguas, para después desaparecer en medio de las callejuelas de la ciudad.
Diego se hundió para segundos después emerger, primero boca abajo, después boca arriba y comenzar poco a poco un lento paseo por el río. Dos pescadores que habían echado las redes notaron que algo se les venía encima, al principio creyeron que era una rama o un trozo de biga, algo que había de romperle la red, después al verlo más de cerca y la cara se les tornó blanca.
- Aurelio, que hemos pescado un hombre.
- Ca, suéltalo que nosotros no somos el Cristo, que este pedazo de carne sólo habrá de procurarnos problemas.
- Pero, ¿y si está vivo?
- Si ese está vivo yo no soy hombre. Suelta, suelta y que se vaya con Dios.
- Pues nada Aurelio, sea.
Diego siguió la corriente, lejano a su voluntad continuaba un camino que le retiraba de cualquier destino. Como ajena a sus propósitos llegó a su cabeza una cigüeña que creyó que era un buen lugar para posarse, el ave estaba muy flaca llevaba varios días volando desde África y buscaba algo que comer, seca y mareada apenas se percató de donde se había ubicado, aunque cuando daleó la cabeza y vio el feo rostro de Diego salió volando espantada.
No muy lejos de allí una muchacha miraba el Guadalquivir desde un puente, un joven bachiller experto en seducciones le recitaba poemas de amor. A lo que la joven respondía con silencio, abrumada posaba sus manos blancas sobre las oscuras piedras del puente, luchando por no girarse y perderse para siempre.
- ¿No es verdad ángel de amor que en esta apartada orilla más clara la luna brilla y hasta el aire se respira mejor? – le decía el bachiller parafraseando a Zorrilla.
- Ay, qué significa eso – decía la joven la cual disfrutaba con aquella verborrea sin saber qué se le estaba comunicando.
- Que… en fin. estooo… que tu belleza es tal que se refleja en las aguas del río haciendo palidecer a la mismísima luna.
- ¿Sí? – dijo extasiada, apunto de ceder, casi sin querer bajó la mirada como queriendo descubrirse entre el agua, sin embargo lo que encontró fue la cara pálida de Diego.
La joven gritó de tal manera que espantó a cuatro gorriones. El bachiller por fin la vio volverse, mas para zamparle una bofetada y verla alejarse como una chiquilla mal criada a la que no le han dado el capricho solicitado.
- ¿Pero qué he dicho? – preguntó sorprendido el bachiller.
Diego seguía su deambular, al capricho de la corriente. A veces se unía a un poco de espuma, otra vez chocaba con un palo que parecía acercarse para curiosear para seguir su propio camino. Diego se giraba, se hundía para emerger con cierta gracia. De vez en cuando un pez se acercaba para intentar llevarse algo a la boca, para alejarse decepcionado desapareciendo en medio de las opacas aguas.
Juan de Dios Martínez, el herrero de manos recias, llevaba varios días sin poder obrar. Tenía el vientre duro y le dolía una barbaridad, su esposa le había dado todo tipo de bebedizos y seguía igual. De todos modos la mujer seguía insistiendo y más por que se callase que por convencimiento propio Juan de Dios se acercó a las eneas y comenzó a apretar. Entonces vio pasar un bulto en la lejanía, se subió los pantalones y trepó a un árbol, sí era un cadáver, acababa de ver un cadáver flotando y venía directo a la orilla. Juan de Dios esperó a que llegase y una vez cerca meneó la cabeza, estaba tan cerca de su herrería que tan sólo podía traerle problemas, por lo que cortó una caña y lo alejó hasta devolverlo al cauce. Esperó hasta verlo desaparecer, entonces se giró y encontró a su esposa lívida, la pobre se había llevado tal susto que se había orinado encima.
Diego, en este juego loco de azar, iba buscando la orilla, el río se había hartado de jugar con el cuerpo y ya le estorbaba, lo condujo hasta dejarlo varado. Por allí, cerca de Sevilla pasaban Esteban Dolores y su criado Felipe Romero, este último demasiado arropado para el clima estival que disfrutaban. Esteban Dolores soñaba con ser un bandolero y trataba de argumentar sobre el éxito de su empresa. Felipe, cuya simpleza le limitaba la capacidad de comprensión sólo acertaba a afirmar. En un momento dado se acercó a la orilla para orinar y sin saberlo lo hizo sobre la cara de Diego Cerrojo quien por una carambola del destino al calorcillo del líquido abrió los ojos. Felipe ni siquiera le había visto tenía la vista fija en donde quiera que su amo estuviese hablando. Esteban paseaba con las manos a la espalda, argumentaba una y otra vez.
- …sí, robar al quien tiene para dárselo quien no tiene. Hacer que el pueblo tome su propio destino, como la república romana. Ya que te enseñé a leer deberías leer a Rouseau, a Voltaire, a Montesquieu. Ellos lo ven bastante claro, saben que las naciones las constituyen los ciudadanos, no los reyes, ni los curas, ni los nobles, el destino de los pueblos…
- ¿A Montes quien a dicho usted, señor?
Felipe terminaba su tarea sin mirar siquiera a donde quiera que estaba orinando, de modo que apenas se percató de que Diego estaba allí con los ojos abiertos y viéndole el miembro y el chorrito cayéndole en la cara.
- Pos mire usted señor yo, la verdad es que no conozco a esos señores… ¿los invitó el ama alguna vez a almorzar?
- No, Esteban, no hace falta que les conozca, sino que los lea. Mas ahora, nuestra empresa es encontrar una cuadrilla y echarnos al monte, iremos en contra del poder establecido…
- Y en el monte qué, mire usted mi señor que allí sólo hay garrapatas.
- ¡Te equivocas! En el proscrito reside el corazón del pueblo libre… y quiero advertirte que de ahora en adelante no me llames señor, ni amo, en adelante somos iguales…
- No sé yo si el ama estará de acuerdo.
- ¡No quiero oír ni hablar de mi madre!
- Pero si ella es la que…
- ¡Ni hablar, ¿de acuerdo?!
- Sí señor.
- ¡Y no me llames señor!
Diego resucitaba, se hundió para emerger algo más limpio, se dio la vuelta y gateo entre el fango hasta alcanzar la tierra seca, allí cayó exhausto y aterido de frío. Con mucho esfuerzo y temblando consiguió levantarse, comenzó a caminar y vio un buen sitio, no muy lejano, en donde entrar en calor.
Juan de Dios Martinez, el herrero de manos recias, se reía de su esposa, mira que orinarse por ver a un muerto flotando.
- Si hubieses visto los campos de Flandes, sembraditos de cadáveres, españoles y flamencos, católicos y lo que quiera que fuesen los otros, JAJAJA – reía sin misericordia, al tiempo que subía y bajaba el fuelle simulando cierto acto amoroso y con el cual excitaba al fuego. De repente le dio un retortijón, nada que no podía obrar…
En ese instante Diego Cerrojo, temblón, apareció en la puerta. Al principio la luz recortaba su silueta y Juan de Dios no le reconoció mas en cuanto avanzó con esos caminares de muerto viviente al herrero se le encaló el rostro, ¡Flandes! En Flandes los muertos estaban muertos y no se movían, Diego vino a posarse suavemente junto al horno, recuperando el calor y la vida. De pronto la esposa de Juan de Dios comenzó a reír, eran carcajadas aún más exageradas que las de su marido; un bulto tiraba del pantalón de Juan de Dios hacia abajo, además allí olía mal, muy mal y ella no había sido.
Mientras tanto Esteban Dolores y su criado, perdón su igual, Felipe Romero, más conocido por todos como Feliperro, seguían adentrándose en Sevilla siempre sin abandonar la referencia del río. De pronto en su camino se cruzó una culebra de un metro y Esteban gritó como una niña, Feliperro la tomó y la convirtió en látigo. El animal murió al instante, como vio que su amo aún seguía asustado tuvo a bien tirarla en el río en donde una cigüeña escuálida la tragó en menos tiempo del que se dice.
- Pos no sé qué decirle señor, si le da miedo de una serpiente cómo se va usted a enfrentar al poder ese.
- Es distinto Felipe, tu ignorancia te nubla el entendimiento. Deberías saber que lo que tengo es una manía hereditaria.
- ¿Cómo los cortijos mi señor?
- ¡No, Felipe, no, a los cortijos renuncio, a esto no puedo renunciar, además te he dicho que no me llames señor!
Qué captura, Dios mío, qué captura, Aurelio y su compadre habían pescado un esturión que pesaba lo menos “dos arrobas”. Tantos días sin coger una pieza en condiciones y al fin un pez con el que presumir en la cofradía de los pescadores. Los compadres se reían y cantaban, buscaban el embarcadero para enseñárselo a quien quiera que estuviese por allí. Lo subastarían, mas antes había que darlo a valer y pasarlo por una romana que diese con el peso. Su marca constaría en la pared de la cofradía durante años, Aurelio pensó que era su día de suerte. Por fin iría a la hostería a buscar muchachas con las que revolcarse toda la noche. ¡Oh!, como se iba a poner el sable, brillante como la cabeza de un santo.
- Aurelio, estoy deseando hacerlo dineros.
- ¡Ca! Y yo compadre, subastado, que corra la voz por toda Sevilla, que se enteren los nobles, los hidalgos y quien quiera que tenga plata, si no lo vendo bien vendido no soy hombre.
Cuando llegaron al puerto la gente se arremolinaba para ver la captura, no podían creerlo, era el pez más grande que habían visto. Un niño tocó la panza del animal y de la cola brotaron unas motitas negras, el chaval las cogió y se las llevó a la boca. Hizo un gesto de asco y se fue espantado por una colleja arreada por Aurelio quien además amedrentó a todos los niños que curioseaban.
- ¡Y el niño guarro, comiéndose la mierda del pez! ¡Anda y ve y cómete una… !
- ¡Os lo compro! – dijo un caballero indiano
- No se vende todavía, vamos a hacer una subasta.
- Os doy cien reales de a ocho.
A los pescadores se le encendieron candilejas en los ojos, pero al instante sembraron a avaricia y les floreció en las sonrisas. Si este tipo les daba cien reales es que valdría diez veces eso.
- Lo siento, no está a la venta, de momento, lo subastamos esta tarde. Cuando todo el mundo pueda verlo.
- Lo siento señores yo sólo pago la frescura.
- Lo siento yo, este pescado se come incluso una semana después de pescarlo. Y eso lo digo yo que soy pescador y entiendo de pescado o no soy hombre.
El caballero indiano se marchó y los compadres se lamieron los bigotes, qué negocio, Dios qué negocio. Saltaban de alegría y bailaban. Cogieron su pieza entre los dos como quienes transportan una viga y comenzaron su paseo por las callejuelas. Daban voces para que la gente se asomase y en efecto llevaban un amplio séquito, y la gente aplaudía como si en realidad pasase el mismísimo rey por sus calles. En un momento dado Aurelio extasiado dejó la pieza a su amigo y comenzó a bailar. Una hora después en toda Sevilla sabían que subastarían la pieza en la cofradía por la tarde.
- ¡Mira, la hostería de Cristófano! – dijo Aurelio.
- ¡Deja! Allí no entro que es una pocilga y las putas pegan bichos.
- Pos a mí me da igual esta noche la pongo en remojo, jejejeje, compadre, en remojo, cojo a una y le hago ¡toma! jejejeje – reía mostrando su sonrisa mitad desdentada, mitad mohosa.
Al decir ¡toma! asustó a un mulo marrón amarrado a una argolla y cuyas ojeras le servían de toldo, que comenzó a cocear, de tal manera que el pobre Aurelio se giró con tan mala suerte que se le cascó la hombría. Aurelio aullaba, su compadre se desentendió del pescado e intentó ayudarle. Ambos corrían en busca de un médico y con los nervios dejaron al esturión secarse al sol. Cinco minutos después el pez era transportado en procesión por varios niños uno de los cuales aseguraba que la mierda del bicho dejaba un buen regusto.
Un buen rato antes Esteban Dolores y su amigo Feliperro, caminaban sin rumbo por Sevilla. Esteban seguía buscando gente dispuesta a echarse al monte y combatir la desigualdad social. Feliperro era más simple, quería comer, dormir y andando con suerte mojar un poco. Ambos era muy diferentes Felipe era delgado y alto, mientras su amo era ancho y cabezón, no obstante se afeitaba y se arreglaba de tal modo que conseguía ennoblecer sus facciones, todo lo contrario que su criado a quién los pelos le vestían los brazos y le subían por el cogote hermanándose con los de la barba, por cierto, pringosa y sucia. ¡Ah! Si estuviera por aquí Santorcaz… El caso es que amo y criado discutían, Feliperro tenía demasiada ropa para la época en la que estaban y Esteban quería que se la quitase.
- Por nada del mundo mi señor, que con el sudorcito encuentro el frescor.
- Bobadas, cualquiera que te vea dirá que estás loco.
- ¿Y quién no está loco?
En ese momento pasó delante de ellos una bella señorita llorando desconsolada y diciendo
“soy fea, soy fea” para después pasar un bachiller susurrando casi para sí “¿pero qué he dicho? ¿Qué he dicho?”
- Ve señor, todo el mundo está loco, usted quiere que lea a un tal ruso, a un tal vuelta aires y al montes no sé quién, a ver si eso no es de locos, su madre que lea la biblia, que a mí me da mucho miedo, y…
- ¡Calla! Mira eso… - dijo señalando un antro al parecer concurrido - es perfecto.
- A ver, la Hos-te-rí-a de Cris-tó-fa- fa-no Bu-t-ta-re-lli. La hostelería de Cristofafano butetareyi.
- Debe estar sembrado de granujas. Es perfecto para nuestros propósitos.
- Por mí señor será perfecto estando sembrado de morcillas, chorizos y tocino…más me gusta esto que irme al monte por que lo diga el tal Montes Quien.
- ¡Entremos! ¡Y no me vuelvas a llamar señor!

martes, 15 de junio de 2010

CAPÍTULO III: ¡VAYA EMBRUJO!

LG

Verdad era que luego de que Maese Carrasco hubo probado el menjunje de Buttarelli, el tiempo se detuvo de improviso en toda la hostería, de modo tal que como en el cuento de “La bella durmiente”, comenzaron a crecer las zarzas dentro del establecimiento de marras, quedando todo en el mismo lugar y momento en que estaba sucediendo.


Es así que por arte de birlibirloque, el tabernero quedó rascándose el trasero (puff, las rimas de Maese Carrasco, parecen contagiosas), durante tantísimos años, que donde debía tener el pellejo quedóle un gran agujero rebosante de unos gusanillos que criábanse gordos y saludables.

A don Fabrique ya le había crecido el ojo que le faltaba; las gitanas hedían bajo las faldas como el mismísimo buque pesquero que atracaba en puerto una vez cada seis meses, por lo que las plantas que a su alrededor crecían, se quemaban sin remedio por los gases letales que de allí se desprendían. Eso sin contar que cada tanto, algún gato vagabundo, cruzaba a campo traviesa atraído por el tufillo y al llegar al lugar, quedaban patitiesos sin remedio.

La mujer de Buttarelli había quedado cocinando uno de sus guisados “especiales”, de modo que la marmita que usaba, con el paso del tiempo, quedó más negra que una tribu africana toda junta en el mismo lugar. La niña María de los Milagros habíase conservado virgen, pero no por su voluntad sino porque “nadie se movía”. La única alma que se desplazaba entre tanta inmovilidad era doña Merceditas, que frotándose las manos, como cualquier bruja que se precie, había logrado que la niña no se pudiera casar con el gentilhombre que su familia le había asignado por esposo. Éste, cansado de esperar por la niña, desposóse con una duquesa, que a la sazón se decía, guardaba entre sus cabellos una nutrida nube de piojos. Pero esto nunca llegó a comprobarse, claro.

El hecho es que, doña Tortuguita, la bruja, deshizo el hechizo ni bien el noble pretendiente se hubo casado con la otra, de modo que María de los Milagros, seguía siendo tan pura como había nacido. Es que doña Merceditas le tenía reservado un candidato especial…

Roto el embrujo, comenzaron todos a desperezarse de su largo letargo. La mujer de Buttarelli debió untar el trasero de su marido con aceite de bacalao de tan paspao que estaba, luego de quitarle los gusanillos; Maese Carrasco chorreando menjunje recitó:

-Benditos lo ojos que te ven, niña del harén. –Aunque nadie parecía comprender la brillantez de semejante verso.

Así, poco a poco, la hostería volvió a cobrar vida, y con ella todos sus personajes. Y hablando de personajes, también se le taparía la boca a cierta doña Mary que andaba vociferando:

-¡Dónde estáis todos! -Que la tal ya se ponía loquilla. Ni hablar de la parroquiana apm que venía día a día para ver qué se cocía en la hostería de Buttarelli, y se iba, inevitablemente desilusionada.


Y ahora, no os vayáis, que las puertas están abiertas nuevamene y se puede esperar cualquier cosa… ¡Pardiez!

lunes, 19 de abril de 2010

CAPITULO II "La Rima de Maese Carrasco..."



"S"

"Tanta atención hubo acaparado la bella joven, que hasta hubo un borracho que escurrió su codo de su mesa cayendo de bruces en el suelo arrancando grandes risotadas entre la concurrencia haciéndola espabilar de golpe. Las gitanas, desde su habitual rincón, murmuraban criticando a dos carrillos, tanto a la vieja Merceditas como al única alma cándido y virginal que anidaba en esos momentos entre aquellos muros.
Al tiempo, sin apenas haber cogido sitio aún en una de las mugrientas mesas de la hostería, que Cristófano se apuraba en limpiar ante la cara de asco de sus nuevas visitantes, hizo su entrada en la taberna, Maese Carrasco, poeta insigne de la ciudad o más bien un bohemio, loco y soñador, que durante la noche se empecinaba en rondar a todas las doncellas del barrio.
De aspecto, más bien esmirriado aunque siempre aseado y bien afeitado, conquistaba con sus rimas y poemas, más bien a las madres y a las tristemente casadas que a las niñas a las que pretendía. Y hay quien decía, que descendía del mismísimo Gustavo Adolfo Bécquer, por linea consanguínea, pero en mi opinión... sus esfuerzos por construir poesía hacían más recordar a un bufón de la corte. Lo suyo era lo de meter con calzador los pareados.
- Buenas noches, ya ven que regreso sin coche. Y aunque hora de siesta retoque, no me diga señor Buttarelli, que me deja sin mear el bigote.
-Zientese, Masé Carrasco, que mi señora le pone un plato de gaspacho.-contesto, el tabernero, refregando un trapo tan sucio por la mesa de sus inquilinas, que a veces quedaba atascado en su empeño.-
- Las gracias le doy a vuestra mercé, porque muy pronto va a anochecer. Y porque veo que atendiendo está, a tan distinguidas damas, que por mi parte no he de decirle nada.-contestó, el poeta, haciendo un guiño a la mesa que ruborizó a la joven e hizo estirar las arrugas de la cara de doña Merceditas, al tiempo que sonreía.-
- Vaya, vaya... si nos visita el poeta noctambulo-dijo, saliendo de la penumbra de un rincón, don Fabrique, el tuerto. Un rufián, en tiempos perseguido por los hombres de su majestad, y que en la actualidad había lavado su imagen atendiendo a negocios de importación de seda y especias, comprando los favores del Corregidor de Sevilla. Su apodo, lo ganó al perder el ojo derecho en un duelo por asuntos de faldas-
-¿Lo conozco, Orozco? -preguntó, cambiando su semblante al ver el gesto tétrico del comerciante al mirarlo con un sólo ojo.- Lo siento, quizás no haya sido el más acertado, pero no encontraba otro pareado.-
- Ven, ven... joven poetilla, que deseo hablar a solas con vuestra mercé.-contestó, sentenciando con su gesto la única posibilidad que tenía Maese Carrasco, para actuar en otra dirección.-
- No quiero que vea vuestra mercé en mi gesto un rechazo, pero mire, mire, hay tengo ya mi gazpacho.
- Don Fabrique, que tenemos invitá hombre de Dió, no me vaya a meté usté la pata y deje al Masé comé en .-indicó, Buttarelli, conociendo las malas intenciones del comerciante, cuando comenzaba a parpadearle su único ojo más rápido que se presigna un cura loco.-Y usté, jientesé ya que la va a liá.-dijo retirando la silla, para que Maese Carrasco tomara asiento ante aquél brevaje de color cieno que hacían llamar gazpacho.-
-Si ha sentarme iba tabernero, ha tomarme con esmero, ese gazpacho puntero, que por su color me muero.-contestó, removiendo el mejunje con su cuchara.-

viernes, 16 de abril de 2010

CAPÍTULO I: "La misión de Doña Merceditas"

LG

Hacía mucho tiempo que en la hostería se respiraba una calma impresionante, hasta los parroquianos estaban aburridos y ya no les causaba gracia, ni siquiera, retozar con las gitanas. Estas a su vez, mataban el tiempo en chismorreos de alcoba, pero todo se reducía a rememorar las andanzas del Niño del Corral o del Archiduque Casimiro de las Cabrias, o en su defecto, justamente encontrarle defectos a los bestias que habitualmente paraban a emborracharse en la hostería y, que a su juicio, no valían ni una moneda de bronce en la cama.

La mujer de Buttarelli ni se molestaba en limpiar la grasa de las mesas, pues como no había visitantes y a los borrachos no les importaba, se ahorraba el trabajo sucio, dejando la taberna más sucia aún. Entre tanto, su marido, se dormitaba sobre el mesón y sin importarle si la baba que le caía de la boca, mojaba la madera mugrienta, tal vez, porque la baba de Buttarelli era tan corrosiva, que aflojaba la grasa de tres cerdos asados.

El olor agrio que flotaba en el ambiente, producía sopor a los pocos que se encontraban allí reunidos a la hora de la siesta. Cuando todo parecía que hasta las arañas pollito, se iban a tomar la de Villadiego porque no aguantaban más tanto aburrimiento, se escucharon los cascos de unos caballos que se detenían en la entrada de la posada, seguidos de unos pasos leves. Luego, los cascos, con sus respectivos caballos encima, partieron nuevamente. Los parroquianos que estaban adentro giraron las cabezas hacia la puerta con gran expectativa. ¿Quiénes diantres vendrían a molestar el ocio de este día? La pregunta se contestó a sí misma cuando en el marco de la puerta, se recortó la figura de una vieja, arrugada como un pergamino, y con una cara de tortuga mal parida, que gritó a voz en cuello:

-¡Buenas y santas tengáis todos! ¿Quién es el dueño de esta… pocil… de este magnífico lugar? –Y enseguida buscó con la mirada a su posible interlocutor. Buttarelli se dio por aludido y dirigiéndose a la vieja, que era tan fea, que hacía juego con el ambiente donde se encontraba, contestó:

-Cristófano Buttarelli, para serviros, madame. –Lo dijo con una afectación impropia en él, un poco para tomarle el pelo a la vieja, y otro poco para darse aires. -¿Qué deseáis de este humilde tabernero?-.

-Mi nombre el Merceditas, -dijo la vieja, aunque a Buttarelli, le parecía más apropiado el nombre “Tortuguitas”, pero cerró el pico, porque su mujer, que le adivinaba el pensamiento, lo pateó por debajo del mesón- estoy buscando una habitación para mi niña, es decir, para la niña que estoy cuidando. Pues verá Vuestra Merced, mi ama me ha encomendado llevar a su hija hasta el Principado de Asturias, allí se desposará con un gentilhombre que la está esperando, gracias a un arreglo entre familias, como corresponde. De modo que debo velar por ella y por… su virginidad, es decir, debo realizar “la entrega” como corresponde. –Dicho lo cual, guiñó uno de sus ojillos inquisidores al tabernero.

-Y, decidme dónde está esa niña ¡Pardiez! No querrá Vuestra Merced que “la entrega” sufra daño alguno haciéndola esperar fuera de este… honorable lugar. ¿Verdad?

Doña Tortu… Merceditas, se dirigió a la puerta y asomando su cabeza hacia el exterior, vociferó: -Niña María de los Milagros, podéis entrar cuando gustéis, el lugar es un lujo y los parroquianos son dignos de confianza. –Al minuto, una joven hermosísima, apareció tímidamente en el vano de la puerta. Tendría unos veinte años, más o menos. Bajó los ojos con pudor, pero todos los demás ojos que había en la hostería, se posaron ávidos sobre ella. La hostería volvía a cobrar vida y esperaba ansiosa los acontecimientos que allí se desarrollarían…

domingo, 4 de abril de 2010

Protesta de Santorcaz

Muy buenas tengan vuestras mercedes, mi nombre es Juan de Santorcaz Paloma. Muchos de vuestras mercedes tendrán el gusto de conocerme por mi dominio de la tijera y la navaja de rasurar, en lo que quedo agradecido. Otros también me conocerán por la infamia que sobre mí pesa y ante la cual me rebelo. Como han podido comprobar sus altas gracias, sé muy bien que todo lo que me ocurre es seguido con gran interés y comentado en los corrillos y que sé que los demás no se dan cuenta de ello, pero Dios en su infinita gracia me ha puesto esa luz sobre los ojos y soy capaz de oír lo que por ahí se dice y así he comprendido cuan desafortunado soy. Es por esto que me quejo amargamente y protesto, acuso a un tal Manuel García como el culpable de todo mi infortunio como enhebrador de mi destino. A tan funesto sastre acuso de ser quien me consiga los trajes más desarrapados, ¿por qué no me amancebé con la duquesa? ¿O con Juana la sanguinaria? En lugar de ello he de yacer con esa… cosa. ¿Por qué mis empresas acaban en la ruina? ¿O por qué he de comer chacinas sucias y beber vino que afloja el vientre? Pues muy sencillo porque al “señor” le place. Por lo mismo que le place decir que va a publicar un libro de relatos y que está próximo a salir y que pueden verlo en http://www.elfuegodelautopia.tk/. ¡Ven! ¡ven! Esto es lo que me hace decir, damas y caballeros, a mí, un alma noble, un ser honrado, de este modo manipula mi voluntad como si fuese un dios, mas a partir de hoy abandono, no estoy dispuesto a seguir con esta farsa, que se busque otro personaje de quién reírse, porque yo me voy a limpiar y asear nada más y nada menos que al Papa, y a su curia, la fortuna me llama y en adelante haré la corte a damas de alta cama, a mujeres con estilo, con clase, hermosas y tiernas damas que buscan la experiencia y la distinción…
- Mi amooool, venga, deja de hablal tanto que t´espero desnudita pa que me comas enteritaaaa.

domingo, 21 de marzo de 2010

La primavera la sangre altera

MG

Detengamos el tiempo para jugar con él. Situemos a los personajes como piezas de un tablero de ajedrez, tenemos a Santorcaz sorprendido y dando la voz de alarma, a Casimiro que va en su busca después de agobiar al Niño del Corral, a la Pitones que mira a su Niño con una mezcla de cariño y reproche, por último tenemos a don Silbando quien devora un trozo de queso aparentemente ajeno a la escena.

No, no me olvido de Juana la Sanguinaria. La pobre mujer se ha visto sorprendida y sin pretenderlo se sitúa en el epicentro de la atención. Casimiro llega y observa a la dama con sorpresa, lo primero que siente es un gran alivio, ahora lo explica todo. En estas últimas horas su virilidad se había visto turbada y en las próximas, su mundo iba a quedar trastocado para siempre.

- ¿Pero qué dice usted?preguntó a Santorcaz.

- Cómo que qué digo, Juan el Sanguinario es una dama, acabo de verle el trasero.

- ¿Queeeeé? Que le ha visto usted el mondongo.

- Enterito y en pompeta, así para zambullirla, puedo certificar que es una mujer, además tiene unos pechos como...

- Calle, calle. Lo sabía, lo sabía – afirmó el cabrero molesto – por eso estaba yo tan barruntón, la reconocí por sus apestañas. Las mujeres las tienen más largas.

La dama se acercó ruborizada, no sabía qué decir por lo que bajó la miraba avergonzada. Santorcaz arrobado por su belleza se echó a sus pies, le besó la ensortijada mano y le dedicó unas palabras.

- Oh, señora, tenga a bien perdonar a este triste pecador. Cuán turbado me he visto al ver pasar ante mí la belleza y no saberla reconocer…

La mujer se encontraba atónita, por primera vez en muchos años estaba siendo adulada y no sabía qué se suponía debía de hacer. Casimiro sintió un ataque de celos terrible, las flechas de amor le habían atravesado el pecho y sentía que de un modo tan repentino que por un momento creyó perder el juicio. Fue como un desfallecimiento, un ligero mareo y todo cambió, Santorcaz acariciaba la mano de su amada, se le había adelantado. A sus espaldas la gente se amontonaba atónita observando la prodigiosa metamorfosis del muchacho en diosa. Tenía que reaccionar, adelantarse al barbero e incluso al torero que lentamente se acercaba para desesperación de la Pitones. ¿Pero qué podía hacer, qué podía él decir consciente de sus carencias verbales? Estaba acongojado observando como el barbero le robaba la atención de su dama. De todos modos, nunca tuvo posibilidades, qué podía hacer un pobre cabrero para conseguir los favores de una señora así, ahora parecía un hidalgo, pero por dentro seguía siendo un bruto. En ese instante, entró en escena el torero quien también la agasajaba, para tormento de las gitanas. Poco a poco, Casimiro abandonaba, dio media vuelta y se dispuso a pagar lo que debía en la hostería y regresar al monte, con los animales. Ese era todo su universo, cerros y barrancos, arroyos y mesetas, ganado y soledad. Sin embargo, Juana le miraba de reojo, apenas le perdió un instante la vista y Casimiro había desaparecido.

Casimiro pagó a Buttarelli, dejó hasta la última moneda para Santorcaz y se dispuso a largarse, apenas sin ánimo para despedirse. Pero alguien más le observaba, don Silbando quien cruzándose en su camino le dijo:

- Casimiro, no puedes irte así, tienes que decirle adiós a ella.

- Pe… pero…

- No hay peros, adelante. Confía en mí – le dijo en un guiño.

Casimiro titubeante se volvió y desafiando a la multitud avanzó, en esos instantes Juana se veía rodeada de pretendientes quienes como moscones no la dejaban ni respirar. Al ver al cabrero avanzar a la muchacha se le iluminó el rostro. Ambos se colocaron uno en frente del otro, ahora ya parecían estar solos, como si el resto del mundo se hubiese venido abajo, como si nada existiera porque ya nada importaba.

- Señorita yo no sé hablar… - don Silbando hizo uno de sus sortilegios y las palabras que soltaba el cabrero se transformaban y llegaban a Juana de un modo distinto – a mi usted me gusta mucho es muy guapa y apesta muy bien (Amada mía, propietaria de mi tristeza y mi felicidad, quisiera ser aire para que me concedieras un suspiro) y cuando usted enseña los dientes son muy blancos y uno al lado del otro ( ser alegría para provocar una de tus sonrisas), tienes más tetas que la clarita a la que le saco tres litros de leche ( encadenaré mi corazón a tu pecho) pero tetas, tetas ( tu inmenso pecho). Por usted mando las cabras a tomar por culo, vamos que estoy por renunciar, ahora mismo voy y le digo a mi papa que se las meta por los huev… (Mi mundo ya no es mundo, mi vida ya no será la misma desde hoy, pedídmelo y lo dejo todo) yo quisiera comprometerme con usted y proponerle compromiso (pertenezco a usted como a la noche sus estrellas, como al río su orilla, como al infinito la eternidad) para acostarnos juntos todas las noches ( quisiera vivir en tus sueños para yacer junto a vos en su alcoba) y no separarme nunca de usted, porque ya no me queda nada más en el mundo que no sea o venga de usted.

Juana no oyó más, se abalanzó al cabrero y con un beso sellaron su amor. Santorcaz dio varios pasos hacia atrás y desapareció. El torero hizo un gesto de desdén y se encontró con las gitanas que lloraban de emoción.

Don Silbando pagó con una única moneda al barbero y le dijo:

- Tú sabes porqué.

Santorcaz iba a decir algo y se lo tragó, don Silbando le había visto. Era el momento justo de largarse, tomó la puerta y se encontró con que era de día y hacía calor, ya no quedaba nada de aquella fría y nevada noche de navidad. Se quedó extrañado mirando a todos lados, se llevó un dedo al bolsillo y extrajo una sortija de oro que había robado a Juana cuando le besó la mano. Rió con codicia, por fin, por fin, se dijo, por una vez parecía salirse con la suya. Qué más daba que don Silbando le hubiese dado una única moneda que no era ni del prometido oro, aquel anillo valía una fortuna. Pero alguien más le observaba, su talón de Aquiles.

- Hola mi amol, te llevo mucho tiempo´sperandote, desde navidas. Ahora es primavera y están hablando de amol. Tú y yo vamo a hasel el amol hasta sudá. Asín, asín como bestias en selo.

- Usted y yo no vamos a hacer nada, está loca, falta mucho para la primavera.

- No, no, cariñito hoy entla la primavera, o hasemo el amol o me chivo a los aguasile, que la hostería está llena.

- Estás loca, vengo de la hostería y no hay ni uno – y dicho esto retrocedió hasta la hostería en donde al abrir la puerta se topó con media docena de aguaciles bebían, reían y jugaban a los dados.

A Santorcaz se le emblanqueció el rostro, ¿qué demonios había ocurrido? ¿Qué clase de magia era aquella? Lo peor es que Casiana estaba a su espalda, reclamando un peaje para poder llevarse el anillo. El barbero se dio la vuelta y Casiana le agarró por sus partes.

- Que ricoooo, que glande, mi tesoooro. Vamos amol que el chocho me aplaude.

Pobre Santorcaz, nunca nadie pagó tanto por una sortija de latón.

domingo, 14 de marzo de 2010

CAPITULO XIII "NO ESO NO..."

"S"

Estanto presto, el Niño del Corral en tareas de flirteo con las gitanas, tras el descalabro de la corrida celebrada esa tarde, cuando Casimiro, miró con fijeza como res brava la taleguilla del torero trianero, que bien ceñida la dejaba ver entre las fulanas de la Hostería.
(¡Hay que vé er parato que jesconde er torerillo en la entrepierna!) -pensó con los ojos fuera de órbita.-
En esto que el torero apoyo sus codos en la mesa de las gitanas para acerca su rostro a la "Pitones", mientras la Carmela toqueteaba sus piernas bajo la mesa pensando que quizas fuese ella la que aprovechase el sueldo ganado en la plaza ante la indiferencia mostrada por su compañera, cuando Casimiro, no lo pensó dos veces y se acercó por detrás propinando un disimulado estoque en las traseras del Niño, que con rapidez giró su cuerpo en redondo.
- ¡Pero que paja aquí!-exclamó espantado.-
- Lo ziento, Maestro, he tropezao con un gueso de aceituna y casi me mato.-contestó, Casimiro, orgulloso de sentir por un momento las posaderas del valiente maestro contra su portañuela.-
-¿Tropesao? , mire su mersé que má bien ma paresío ca querío endosarme la vaina.-añadió, el Niño, ante las risotadas de las gitanas.-
- Pero ¿porquién me toma vuestra mersé? Un es mú macho.
- ¿Macho? si será, ¿porque o anda bien formao o se la io la borsa der parné por un hueco der borsillo?
-No le consiento que sospeche de mi viriliá, venga a mi mesa y sanjemo er asunto.
- Mire buen hombre, mejó vayasé a su mesa y dejeme termina la faena con las señoras jaquí presente.-contestó el torero, recomponiendose aún del embite.-
- Me ofende vuestra mersé, y no pienso asestarle una negativa a mi invitasión.-contestó, Casimiro, frunciendo el ceño en señal de enfado.-
- (Vaya hombre que me van a tocá lidiá con tó los majarones que paran en la bodega).-pensó el torero, disculpándose de las gitanas para aceptar a continuación con desganas la invitación de Casimiro.
Me voy a tomá esa jarra de vino con vuestra mersé porque juno é educao, pero le vuervo a desí que su tropesón é má sospechoso que una cabra en la casa de un cabrero.
- Venga torero no se mé enfade que su való é de envidia, y no está bien que se fie de un burlaco y no de un hombre cavá como lo es un servidó
. -contestó, Casimiro, sabiendose ganador de la maniobra de atraerlo hasta su mesa, ya que para el que todo sería cuestión de emborracharlo y servirle en la bebida los mejunges comprados a Santorcaz ,. De esta manera el torero caería rendido a su grupa. Las gitanas, mientras tanto continuaban riendo a dos carrillos al saber de sobras la tendencia sibilina de la que hacía gala Casimiro en asunto de alcobas..."

domingo, 7 de marzo de 2010

CAPÍTULO XII: La sorpresa…

LG

Luego de la corrida en la que le había propinado sendos leñazos al pobre Diego Cerrojo, que encima de haber quedado calvo de abajo, luego quedó tiznado y aporreado de arriba, Casimiro volvió a sentarse en su lugar.
Como decíamos, Juan de Santorcaz comenzaba a hacer carpa de sólo mirar a su tocayo, Juan el Sanguinario, el pirata que mejor culo tenía en toda la Malasia, el Caribe y los mares del Nuevo Mundo, según su apreciación. Y he de asegurar que su apreciación ya era harto notoria.

Pero lo que aún más lo excitaba, era el hecho de que el joven, habíase agachado para atarse el cordón de su bota, que justamente se le había soltado. En eso estaba cuando se escuchó un “Riiiiiiiiiip” y el pantalón del sanguinario se abrió al medio por la fuerza que hacían sus cachetes allí apretados. Cuál no fue la sorpresa de todos cuando debajo de aquel varonil atuendo, afloraron unas primorosas bragas color de rosa.
Santorcaz babeaba encima del cabrero que, como estaba de espaldas no había visto el espectáculo, que de verlo, también hubiera corrido al barbero a fuerza de leñazos para quedarse con el mozo, moza o mariconcete…

El Sanguinario, se levantó de golpe y corrió como una exhalación, escaleras arriba, hacia sus aposentos, mientras su cara se ponía colorada como un tomate. Salió Santorcaz, con el carajo al tope, corriendo tras él, y cuando llegaron ambos, al mismo tiempo, a la puerta de la habitación, el barbero, queriendo asir al otro Juan por un brazo, erró el zarpazo y le arrancó de cuajo sombrero, bandana y… peluca. Todo resultó en apenas unos instantes, de forma tal que unos cabellos morenos, largos y rizados, afloraron como una cascada sobre los hombros de él o ella, o vaya uno a saber qué.

Pe… pe… pero ¿Qué diantres está pasando aquí –vociferó sin creer lo que veía, cuando en el forcejeo, que no cesaba, la camisa del Sanguinario se abrió de golpe y un par de bellísimos pechos le saltaron a la cara-. ¡Mare mía! ¡Qué melones! Entrad a vuestros aposentos que yo os haré guardia de honor, sin espada pero con todas las armas… -Le dijo al ex – Sanguinario, mientras las babas le mojaban su propia camisa de tanta excitación-. ¡Yo sabía que algo raro pasaba aquí! ¡Una mujer! –Gritó-. ¡El pirata es una mujer!

Gran error por parte del barbero el haber dado la alarma. Porque al escuchar "¡Una mujer!", Casimiro, el archiduque de las Cabrias, se venía corriendo como un toro para embestir lo primero redondo y acolchado que encontrara en el camino, aún no se sabía si eran las posaderas del ex – Juan o del "todavía" Juan de Santorcaz.

domingo, 28 de febrero de 2010

Capítulo XI El Archiduque

Casimiro que había llegado a Sevilla con el ánimo de encontrar novia, había perdido el norte y no sabía si lo que quería era novia o un agujero con piernas, ya que jamás en su vida había visto tanto estímulo junto, ni siquiera en la romería de su pueblo. En esos momentos en los que Casimiro ya iba directo a clavar el estoque al torero así como si tal cosa y todos estaban sobresaltados, justo cuando la alborada comenzaba a lanzar sus primeros estertores sobre las nubladas ventanas de la hostería y nadie esperaba ningún sorpresa del exterior, se abrió la chirriante puerta y una figura no muy grande se recortó. De este modo, todos, como buenos actores que eran, recuperaron la compostura y siguieron con su tarea no fuera a ser que quien se presentaba fuese un inquisidor o la autoridad. Pero no, para sorpresa de todos y justo cuando entró un paso las luces mostraron su rostro, era Diego Cerrojo, el comerciante.

Para hacer memoria recordaré quien era este singular personaje, e incluso haré más, daré unas breves notas biográficas de este hombre de negocios.

Diego Cerrojo era un hidalgo, gracias a un favor paterno pudo heredar una basta finca que mal vendió al otro día para embarcarse a las Indias. Convencido de que iba ha amasar una gran fortuna tuvo a bien comprar un poco de todo lo exótico que conoció. Trayendo con él al antiguo continente, entre otras cosas, papas podridas, monos, esmeraldas, tomates amarillos y pavos. Como sabemos, y si no lo sabemos lo recuerdo, Santorcaz engañó a Diego quedándose con sus pavos. Por lo que el comerciante venía empapado en rencor y dispuesto a vengarse.

El barbero al verle agachó su cabeza y continuó en su labor de acicalar al cabrero quien, como todos observaba con curiosidad al recién llegado.

- ¡Canalla! Te encontré, eres un miserable, me dijiste que con el ungüento mi picha crecería, que era una receta de los Incas para hincarse. ¡Ah, sinvergüenza! Y mi picha no creció no, sino que gracias a sus pócimas hoy no tengo un solo pelo en mis partes nobles.

- ¿A mí me lo dice?preguntó Casimiro.

- No, a usted no, buen caballero, sino al canalla que anda piojeando por su cabeza.

- No le haga usted caso, es un loco que… nos ha confundido.¡Oiga usted – gritó Santorcaz señalando a Diegoun poco de respeto pues este señor a quien acicalo es nada más y nada menos que el… Archiduque de Calabria!

- Eso, eso yo soy el Casiduque de las Cabrias!

- ¡Canalla! A mí no me engañas otra vez, ¡el alguacil!, que se haga justicia con el ladrón.

Al decir ladrón media hostería se encogió, ¡un alguacil!, era como mencionar la soga en la casa del ahorcado. Buttarelli palideció, muchos de los allí presentes querían marcharse.

- Lo dicho, es un loco, ni caso, déjelo usted hablar y no le haga caso.

- Mire usted que no quiero pendencias, que no me conoce usted a mí dijo Casimiro quien a su modo de ver las cosas se veía interpelado.

- No, no me refiero a usted, sino al piojoso que le anda hurgando, ganándose su confianza para robarle. No, no me refiero a usted, ya que usted se ve que es de alta cama hijo de gran alcurnia de rancio abolengo…

No dijo más, el cabrero de un salto cogió un leño de la chimenea a modo de cayado y comenzó a atacar a Diego Cerrojo que gritaba y maldecía. De ese modo el comerciante salió disparado por la puerta con Casimiro atizándole en la espalda. A los allí presentes sólo les faltó aplaudir.

Apenas pasaron unos dos minutos cuando Casimiro reapareció triunfante enseñando su dentadura en una cómica sonrisa.

- El “hioputa” sin yo meterme con él va y me dice que mi madre es una alcurnia y mi padre un rancio no se qué. Ea, pos se acabó el cuento, por ahí anda que ha cruzado el Guadalquivir a nado. Y eso que no tengo mi honda, que si no llega hasta Grazalema corriendo.

Santorcaz oyendo esto pudo al fin volver a coger una de las viandas y masticar tranquilo. Sin darse cuenta volvió el rostro y miró a Juan el Sanguinario… pero qué demonios… su entrepierna se le revelaba y el abultamiento le cogía pellizcos. Ese tal Juan el Sanguinario era precioso…

- ¡Butarelli! Traiga un poco de vino a riesgo de cagarme vivo… que el entendimiento se me está nublando o levantando.

El barbero necesitaba un poco de caldo para rebajar su… “entendimiento”.

lunes, 22 de febrero de 2010

NANA PARA ÁLVARO - ¡BIENVENIDO!


Despierta, niño, despierta
que te alumbra la blanca luna,
Sevilla se vistió de fiesta
y en su regazo te acuna.

Álvaro te llamarán las flores,
Álvaro, repetirán los ecos,
tus padres destellarán amores,
también te cubrirán de besos.

De noche despertarás estrellas
con el brillo de tu mirada,
benditas sean las dos centellas
que cruzan tus alboradas…

Benditos sean los cielos,
esos cielos de cristal,
Álvaro, niñito, pisarás el suelo
con la fuerza de un vendaval.

Despierta, niño, despierta
que te alumbra la blanca luna,
Sevilla se vistió de fiesta
y en su regazo te acuna.

Con todo el cariño de tía Lili

viernes, 19 de febrero de 2010

"CAPITULO X De la gracia a la desgracia..."

"S"

En pleno desconcierto y dimes y direstes en lo concerniente al sexo, entraron dos mozos de cuadra portando un abultado paquete para entregar a Butarelli.
- ¿Y a uztede quién los manda?
- Traemos un envío para entregar...
-Para entregá a un servió.-contestó irrumpiendo en la hostería el mismisimo Niño del Corral.-
-(hay Dios Santo, er que fartaba).-pensó Buttarelli.-
- No lo pueo creé, ¡Si é mi niño!-exclamó la "Pitones".-
- ¡Ché, aonde vas tú! , ¿ya sa tor viao que se fué con la piojosa? -replicó la Carmela.-
- ¡Ay! barbero, ¿quién é ese gacho?-preguntó, llevándose la mano a la boca y moviendo la cabeza Casimiro.-
- ¿Pero que pasa aquí? ¿naide se alegra de verme?-preguntó el torero, dando una propina a los emisarios del paquete.- ¡Criztofano, llena aquí! , que vengo a triunfá en la plaza de toro de Utrera
- Po yo voy a verlo...-dijo de nuevo, la "Pitones".-
- ni se tocurra, que tarranco la mata de ahí abajo.-contestó, increpandola la "Carmela".-
- Barbero, barbero, a ece me lo encamo hoy mismo sin rechistar. Y que se vaya por ahí el sanguilonento de los cojones...
El murmullo, fue creciendo en la taberna al tiempo que el torero se acercaba parsimoniosamente hacia la mesa de las gitanas. (Le arrea un guantazo seguro), pensaban los más asiduos. (con que elegancia anda el torero), pensaba el alquimista. Y poco a poco se plantó frente a ellas, ante la atenta mirada de doña Rosario, que como un rayo salía de la cocina para presenciar el choque.
- Que guapas que están mí gitana. ¿como andáis calamidade?
- ¡Ché!, naita de calamidade, que er señorito se pasa de rosqueta...-contestó, la "Carmela".-
- No guardarme rencó, ¿que curpa tengo yo de enamorarme de una duquesa?...-contestó el trianero.-
- ¿Enamorarte de una duquesa? será de una piojosa con urdele-contestó, la "Pitones".-
- Hay "Pitone" mía, no te me ensele que no me gusta verte sufrí...
- Que la dejé en...
- Caya, "Carmela", que soy mú grandesita pá saberme defendé.
- Cá quí no hay ofensa ninguna, que os invito a sená, y ya está enterrao el jacha de guerra.-contestó el torero.-
-¡É usté torero de verdá! -exclamó, Casimiro, acercándose a la mesa.-
- Er Niño der Corral, pá servirlo señó.
-(ayyyyyyyyyyyy, pá servirme dise, ayyy que me lo como, me lo como, me lo como)-rugió para sus adentros, Casimiro.-..."

sábado, 6 de febrero de 2010

CAPÍTULO IX: De las urgencias del Casimiro y otras cuestiones raras…

LG

Así es, y no les han mentido señores, Santorcaz había dejado al Casimiro, casi hecho un duque, pues no le quedaba ni pizca del aspecto bruto que había traído consigo, salvo su sesera que se asemejaba a la de un mosquito de tan minúscula que era.

Efectivamente, cada vez que abría la boca, hasta los bichos salían espantados, es que el pobre se había criado entre cabras y no sabía desenvolverse entre la gente. Y hablando de cabras y a fuerza de decir verdad, hacía ya semanas que el Casimiro no veía ni una cabra sabrosona, de esas que vivía enamorado, de modo que ya las estaba echando de menos y sentía la necesidad entre las piernas. Cómo habrá sido que hasta se había entusiasmado con Juan, el Sanguinario, pues cada vez que lo veía, montaba una carpa de padre y señor nuestro.


Y en esos pensamientos libidinosos y mariconcetes estaba, cuando la Pitones bajó corriendo, como alma que lleva el diablo, las escaleras que daban a los aposentos de altos donde había espiado por la cerradura, al pirata Juan.
La Carmela la vio venir derechito hacia ella, y de la intriga fue a su encuentro, reuniéndose en el centro del salón.

Pero qué ej lo que te ha pasao mi niña, parece que has visto un fastasma de cómo traej la cara. –La Pitones la tomó de un brazo y arrastrándola hacia un rincón, le hizo señas de que bajara la voz.

Calla mujé, que nadies debe enterarse de esto, joé… Lo he visto al mozalbete, en cueritos… ¡Aaaaaaay, virgencita santa! Que nunca he visto nada igual, y mira, Carmela, que he visto culoj de todos los tamaños y todos los colores… pero a fe mía que nunca he visto uno tan perfectamente redondo como el que vi, además, además… -Y acercándose al oído de la Carmela le cuchicheó algo que hizo que la gitana ahogara un grito de estupor.

Que no puede sé, niña, no es posible… -Pero de golpe debió cerrar el pico, porque el Sanguinario, bien acicalado y con sus ropas impecables, bajaba a tomar su cena, ajeno a los chismorreos de las gitanas.

Ni bien pasó delante del Casimiro, lo miró de hito en hito sin reconocer al bruto que había visto unas horas antes. Y el Casimiro… al Casimiro se le cayeron las babas sobre el plato de Santorcaz que aún seguía comiendo chorizos con pelo y ahora también estaban adornados con barba inerte, pues la mirada de Juan se le antojaba más excitante que las de las cabras que conocía, con lo cual, su pantalón creció varios talles sin que pudiera, ni quisiera, evitarlo, sí señor. Luego se dirigió al barbero, con quien había cogido confianza merced a sus artes y le dijo:

Mire usté don Santatorcaza, este niñato me hace saltar el ganso más aún que la Eleonora, la cabra más guapa con la que me ido pal monte. ¿Qué le digo pa clavarle la lanza? Digamé usté que es tan sabioso, que no me aguanto más, hombre…

El barbero abrió los ojos de manera descomunal, tal la sorpresa que se llevó, pues sabía que el Casimiro era bruto como un arado, pero nunca pensó que fuera mariconazo confeso…

lunes, 25 de enero de 2010

CAPÍTULO VIII: Del trato entre don Servando y Santorcaz… y del "ojo en la cerradura"...

LG

Consciente de que su actitud pasaba, cuanto menos de sospechosa, Juan el Sanguinario bajó la cabeza y subió prestamente a sus aposentos sin decir más palabra. Mientras tanto, don Servando, que observaba todo desde su mesa con gran divertimento, llamó a Santorcaz con la mano en alto, y al acercarse, con tono confidencial le dijo:

Barbero, venid un momento. Veo que miráis con ganas la bolsa del cabrero, os puedo asegurar que si hacéis de él un don Juan como aseguráis, sacaré de vuestras orejas más oro del que él lleva en su morral. –Diciendo esto, hizo un pase mágico y sacando una moneda de la oreja de Santorcaz, se la entregó en mano sin que el truhán pudiera decir ni pío del asombro que lo acosaba.- El pacto es el siguiente: si lográis el cometido, seréis rico, si no lo lográis… ¡Ah, si no lo lográis! Tal vez os convierta en sapo. –Y soltó una sonora carcajada que retumbó en todo el salón.

A Santorcaz se le iluminaron los ojos de codicia y sin pensarlo dos veces, replicó:

No dude excelentísimo señor que así lo haré, aunque deba trincarme a la Casiana de por vida, y válgame Dios que es castigo como para purgar en el infierno, pues no hay navaja que rasure sus bigotes sin desafilarse, y ni hablar de los gatos que tiene en los sobacos… huelen peor que una paella de mariscos en mal estado. –Bajando aún más la voz, le dijo en tono de confidencia-. Del “otro gato”, no quiera que le hable, don Servando, que su señoría es demasiado señorioso pa decirle lo que tiene entre las piernas… ¡Pardiez! –Y sellando el pacto con un apretón de manos, se dirigió muy ufano hacia su tocayo bien dispuesto a comenzar la tarea.

Entretanto, las gitanas se habían quedado picadas por la curiosidad con la imagen del Sanguinario y sus dichos. La Pitones, haciendo de tripas corazón, y por no tener con quien hablar, se acercó a la Carmela bien mansita:

¿Haj visto tú al mozalbete? ¡Qué diantres le ha picao! Aquí hay gato encerrao, y te lo digo yo, por mi Niño del Corral que destaparé esta olla. –Y poniendo los dedos en cruz, se los besó en juramento-. Luego se dirigió hasta la puerta de la alcoba de Juan el Sanguinario, y poniéndose culo pa´rriba se dispuso a fisgonear por el agujero de la cerradura. Juan se estaba quitando la ropa y lo que vio la gitana la dejó sin habla…- Lo sabía, lo sabía, -dijo para sus adentros-, no hay diosito que a mí me engañe… -Y se dispuso a no perderse detalle de los atributos que veía...


MG

Tal vez no se le diese tan mal la noche a Santorcaz. Animado por la moneda a punto estuvo de pedir vino a Buttarelli, pero recordó el capítulo del empuje de los higos chumbos y se abstuvo. Lo que sí requirió fue unas viandas con las que entró en calor y recuperó su buen humor. Espoleado por el ánimo metió mano a Casimiro quien ya no sabía muy bien a qué había venido a Sevilla. Comenzó a abrir y cerrar sus tijeras y pasearlas por el pelo del cabrero como un hada de metal que batiese sus alas sobre una flor. Comenzó a mover tijeras y cabeza, a buscar ángulos, perspectivas. Mientras los demás fingían no mirar.

- ¿Sabe usted caballero?

- Yo no tengo caballo, mire usted.

- Es un hablar… a mí el joven ese… el Sanguinario o como se llame no me da ningún miedo. Sepa usted que yo estuve en la batalla de Lepanto contra los inglaterreses de Inglaterra, y en la de Salamina contra los turqueses de Turquía, e incluso con los franquistas de Francia en la batalla naval de… en la batalla del Sahara. Y siempre salí victorioso… mas uno es hombre de paz. De haber sido un maleducado de buena fe hubiese atravesado a ese polluelo. Otra cosa he de advertirle… no se fíe del personal, todos ambicionan lo que usted tiene. Además, en un sitio como este sólo hay envidiosos y todos, todos, le envidian a usted por su porte y su elegancia.

- ¿Yooo?

- A usted, como le digo. Una vez que termine nos iremos de aquí para no volver más.

De este modo Santorcaz iba ganándose la confianza del pobre Casimiro, quien movía la cabeza a un lado u otro según los dictados del barbero que hablaba hasta por la tijera. De vez en cuando cogía algún trozo de chorizo y se lo llevaba al buche, naturalmente contaminado de pelos. En un determinado momento sacó sus perfumes traídos de “las selvas de Arabia” y empapó al cabrero hasta impregnar con su perfume toda la hostería. Juan se detuvo, le examinó, le quedaba el trabajo más importante: la barba. Sacó su navaja, afilada como la lengua de una suegra. Pero Santorcaz no consideraba a su navaja como un instrumento de corte, sino como un buril con el que dar forma a un nuevo rostro. Recortar los pelos que durante tanto tiempo se habían enredado como una hiedra salvaje, para dejarlos como un seto ornamental, la perilla de bachiller, el bigote de un hidalgo, la barba de un escribano. Nada en él podía hacer sospechar su noble oficio de ganadero, tenía que parecer un grande, un noble, el indiano que llegó de las américas, el extranjero que zarpará mañana al nuevo mundo. Santorcaz era un dios y Casimiro su Adán particular.

Mientras tanto otras tantas cosas poblaban la imaginación del cabrero, al principio comenzó a imaginar batallas y creyó que las guerras eran como cuando se peleó con el Eustaquio que comenzaron a tirarse boñigas de borrico y terminaron con pelotes de granito. Continuó pensando en toda la gente de la hostería, y creyendo que querían robarle el queso de su morral. Para terminar oliendo ese líquido con el que el barbero le bautizaba una y otra vez. Pensó si no sería cosa de amanerados y creyó que sí, que se estaba volviendo algo mariconcete porque le atraía el tal Juan el Sanguinario. Notaba como una bobería que le ponía eso que ya sabemos, alegre. Tanto o más que la butifarra que devoraba Santorcaz. Lo cierto, es que había venido hasta Sevilla para encontrar moza, si se presentaba en la sierra con un chavalote su padre lo correría a patadas con toda la razón del mundo. Aunque lo peor era que no sabía qué decirle a una dama, la tal Pitones se le antojaba jugosa, ¿pero qué podía decirle? Miró al barbero, quizá sus consejos serían acertados.

- Mire usted, yo no sé que decirle a las mozas… - dijo al fin.

Santorcaz, se detuvo, le faltaba muy poco para acabar su obra y cobrar el dinero de don Silbando, pero ahora tenía la oportunidad de ganarse aún más la confianza del cabrero.

- Se empieza diciendo algo bonito, como…

- ¿Eso es lo que usted le dijo a la Casiana?

- No, noble caballero. A la Casiana le vale con un rebuzno o en su defecto con varios eructos. Como le decía, usted debe decirle algo que suene bello, pruebe con esto: “¿No es verdad ángel de amor que en esta apartada orilla más clara la luna brilla y hasta el aire se respira mejor?”

- ¿Cómo, cómo? ¿Ángel mamón aparta las rodillas que esta está que me brilla y vas a respirar mejor?

En ese instante Santorcaz terminó con la navaja, le había quedado un trabajo impecable había hecho su obra maestra, su David, su Capilla Sixtina, su Pirámide Maya, su Alhambra… Casimiro era un ser hermoso, elegante, olía como la cama de un príncipe… sólo tenía un defectillo: sabía hablar.