lunes, 11 de abril de 2011

CAPÍTULO IX: LA HOSTERÍA DE SORPRESA EN SORPRESA

LG

Estaban en ese silencio expectante cuando la puerta de la taberna se abrió de par en par para dar entrada a una mujer de edad indefinida, con aires de gran señorona, embadurnado su rostro con varias capas de pintura, presumiblemente compradas en Egipto (de esas que se usan para adornar a las momias). La barbilla en alto y la nariz apuntando hacia arriba daban cuenta de que la fulana derrochaba soberbia por los cuatro costados. Y esos costados eran bien amplios y carnosos, según el fraile podía comprobar con los ojos que se le metían en los michelines de la visitante.

-Buenas noches, caballeros –dijo la recién llegada, sin fijarse siquiera en las mujeres que había en la posada y con un rictus de maldad en la comisura de la boca-. Quiero una habitación en esta pocil… ejem… posada, pues debo hacer noche hasta primeras horas de la mañana. –Y mientras hablaba, clavó sus ojos de hiena en la figura angelical de María de los Milagros, quien estaba un poco incómoda, pues los herrajes de su cinturón de castidad le rozaban sus partes y ya no sabía cómo tenerse en pie, pues parecía que recién había bajado del caballo y el calambre le tenía las piernas separadas como paréntesis en un texto.

Todos miraron a la mujer, que iba vestida como para la boda real. Doña Merceditas, recelosa, tomó a su protegida de la mano y la llevó, escaleras arriba hacia sus aposentos.

-Qué pedazo de mujer, tanta carne es de no creer –recitó el poeta en el colmo del desborde lírico, mientras Fray Junípero se santiguaba para apartar los pensamientos libidinosos que se le agolpaban en su calva cabeza y más abajo también, pues la sotana ya había comenzado a levantarse como carpa de circo.

En esto estaban cuando un ruido ensordecedor de caballería, atronó desde las afueras de la taberna. No dio tiempo a que nadie saliera a ver qué pasaba, pues enseguida se escuchó que los caballos se habían detenido y sus jinetes se apeaban.
Una vez más, se abrió la puerta, esta vez con un estruendo feroz, pues quien la había abierto lo había hecho con tanto ímpetu que la madera rebotó dos veces contra las paredes. En el vano de la puerta apareció un hombretón descomunal: alto, fornido, tan buen mozo que no se podía creer, era uno de esos hombres que te hacen caer los calcetines y hasta las bragas -¡Mare mía!-. Estaba ataviado con ropas de inquisidor y en su pecho se distinguía la insignia de la Santa Casa. Cuatro guardias lo flanqueaban.

-¡¡Salmorelli!! -Exclamó Fray Junípero, sin dar crédito a sus ojos-. Pero Salmorelli, apenas le miró. Sus ojos eran ascuas encendidas cuando se posaron en la mujer que momentos antes se había presentado en la hostería.

-¡¡Bruja impía!! –Gritó el inquisidor-. Y tomándola por los cabellos le hizo besar el suelo con su morro, y ¡oh, sorpresa! Al voltearse, todos vieron horrorizados cómo la otrora tersa y gorda cara de la mujer se había transformado en pura arruga y sus labios se habían desinflado como por arte de magia.

-¡Gardenia! –Dijo, Fray Junípero persignándose, mientras todos los que estaban en la hostería lo imitaban. Las putas estaban entre aterrorizadas por la escena y babeándose por la poderosa y viril estampa de Salmorelli.
Ante semejante jaleo, María de los Milagros bajó corriendo las escaleras hacia la sala y se dio de bruces con los ojos del inquisidor, que al verla, cambiaron la ira que los embargaba por una mirada de intenso arrobo.

Mientras tanto, Gardenia se debatía entre las garras de Salmorelli echando espuma por la boca, y desagradables ruidos por otro orificio más pequeño pero más hediondo.
Todo se paralizó en la hostería. Lo mejor vendría después…