
Consciente de que su actitud pasaba, cuanto menos de sospechosa, Juan el Sanguinario bajó la cabeza y subió prestamente a sus aposentos sin decir más palabra. Mientras tanto, don Servando, que observaba todo desde su mesa con gran divertimento, llamó a Santorcaz con la mano en alto, y al acercarse, con tono confidencial le dijo:
Barbero, venid un momento. Veo que miráis con ganas la bolsa del cabrero, os puedo asegurar que si hacéis de él un don Juan como aseguráis, sacaré de vuestras orejas más oro del que él lleva en su morral. –Diciendo esto, hizo un pase mágico y sacando una moneda de la oreja de Santorcaz, se la entregó en mano sin que el truhán pudiera decir ni pío del asombro que lo acosaba.- El pacto es el siguiente: si lográis el cometido, seréis rico, si no lo lográis… ¡Ah, si no lo lográis! Tal vez os convierta en sapo. –Y soltó una sonora carcajada que retumbó en todo el salón.
A Santorcaz se le iluminaron los ojos de codicia y sin pensarlo dos veces, replicó:
No dude excelentísimo señor que así lo haré, aunque deba trincarme a la Casiana de por vida, y válgame Dios que es castigo como para purgar en el infierno, pues no hay navaja que rasure sus bigotes sin desafilarse, y ni hablar de los gatos que tiene en los sobacos… huelen peor que una paella de mariscos en mal estado. –Bajando aún más la voz, le dijo en tono de confidencia-. Del “otro gato”, no quiera que le hable, don Servando, que su señoría es demasiado señorioso pa decirle lo que tiene entre las piernas… ¡Pardiez! –Y sellando el pacto con un apretón de manos, se dirigió muy ufano hacia su tocayo bien dispuesto a comenzar la tarea.
Entretanto, las gitanas se habían quedado picadas por la curiosidad con la imagen del Sanguinario y sus dichos. La Pitones, haciendo de tripas corazón, y por no tener con quien hablar, se acercó a la Carmela bien mansita:
¿Haj visto tú al mozalbete? ¡Qué diantres le ha picao! Aquí hay gato encerrao, y te lo digo yo, por mi Niño del Corral que destaparé esta olla. –Y poniendo los dedos en cruz, se los besó en juramento-. Luego se dirigió hasta la puerta de la alcoba de Juan el Sanguinario, y poniéndose culo pa´rriba se dispuso a fisgonear por el agujero de la cerradura. Juan se estaba quitando la ropa y lo que vio la gitana la dejó sin habla…- Lo sabía, lo sabía, -dijo para sus adentros-, no hay diosito que a mí me engañe… -Y se dispuso a no perderse detalle de los atributos que veía...
Tal vez no se le diese tan mal la noche a Santorcaz. Animado por la moneda a punto estuvo de pedir vino a Buttarelli, pero recordó el capítulo del empuje de los higos chumbos y se abstuvo. Lo que sí requirió fue unas viandas con las que entró en calor y recuperó su buen humor. Espoleado por el ánimo metió mano a Casimiro quien ya no sabía muy bien a qué había venido a Sevilla. Comenzó a abrir y cerrar sus tijeras y pasearlas por el pelo del cabrero como un hada de metal que batiese sus alas sobre una flor. Comenzó a mover tijeras y cabeza, a buscar ángulos, perspectivas. Mientras los demás fingían no mirar.
- ¿Sabe usted caballero?
- Yo no tengo caballo, mire usted.
- Es un hablar… a mí el joven ese… el Sanguinario o como se llame no me da ningún miedo. Sepa usted que yo estuve en la batalla de Lepanto contra los inglaterreses de Inglaterra, y en la de Salamina contra los turqueses de Turquía, e incluso con los franquistas de Francia en la batalla naval de… en la batalla del Sahara. Y siempre salí victorioso… mas uno es hombre de paz. De haber sido un maleducado de buena fe hubiese atravesado a ese polluelo. Otra cosa he de advertirle… no se fíe del personal, todos ambicionan lo que usted tiene. Además, en un sitio como este sólo hay envidiosos y todos, todos, le envidian a usted por su porte y su elegancia.
- ¿Yooo?
- A usted, como le digo. Una vez que termine nos iremos de aquí para no volver más.
De este modo Santorcaz iba ganándose la confianza del pobre Casimiro, quien movía la cabeza a un lado u otro según los dictados del barbero que hablaba hasta por la tijera. De vez en cuando cogía algún trozo de chorizo y se lo llevaba al buche, naturalmente contaminado de pelos. En un determinado momento sacó sus perfumes traídos de “las selvas de Arabia” y empapó al cabrero hasta impregnar con su perfume toda la hostería. Juan se detuvo, le examinó, le quedaba el trabajo más importante: la barba. Sacó su navaja, afilada como la lengua de una suegra. Pero Santorcaz no consideraba a su navaja como un instrumento de corte, sino como un buril con el que dar forma a un nuevo rostro. Recortar los pelos que durante tanto tiempo se habían enredado como una hiedra salvaje, para dejarlos como un seto ornamental, la perilla de bachiller, el bigote de un hidalgo, la barba de un escribano. Nada en él podía hacer sospechar su noble oficio de ganadero, tenía que parecer un grande, un noble, el indiano que llegó de las américas, el extranjero que zarpará mañana al nuevo mundo. Santorcaz era un dios y Casimiro su Adán particular.
Mientras tanto otras tantas cosas poblaban la imaginación del cabrero, al principio comenzó a imaginar batallas y creyó que las guerras eran como cuando se peleó con el Eustaquio que comenzaron a tirarse boñigas de borrico y terminaron con pelotes de granito. Continuó pensando en toda la gente de la hostería, y creyendo que querían robarle el queso de su morral. Para terminar oliendo ese líquido con el que el barbero le bautizaba una y otra vez. Pensó si no sería cosa de amanerados y creyó que sí, que se estaba volviendo algo mariconcete porque le atraía el tal Juan el Sanguinario. Notaba como una bobería que le ponía eso que ya sabemos, alegre. Tanto o más que la butifarra que devoraba Santorcaz. Lo cierto, es que había venido hasta Sevilla para encontrar moza, si se presentaba en la sierra con un chavalote su padre lo correría a patadas con toda la razón del mundo. Aunque lo peor era que no sabía qué decirle a una dama, la tal Pitones se le antojaba jugosa, ¿pero qué podía decirle? Miró al barbero, quizá sus consejos serían acertados.
- Mire usted, yo no sé que decirle a las mozas… - dijo al fin.
Santorcaz, se detuvo, le faltaba muy poco para acabar su obra y cobrar el dinero de don Silbando, pero ahora tenía la oportunidad de ganarse aún más la confianza del cabrero.
- Se empieza diciendo algo bonito, como…
- ¿Eso es lo que usted le dijo a
- No, noble caballero. A
- ¿Cómo, cómo? ¿Ángel mamón aparta las rodillas que esta está que me brilla y vas a respirar mejor?
En ese instante Santorcaz terminó con la navaja, le había quedado un trabajo impecable había hecho su obra maestra, su David, su Capilla Sixtina, su Pirámide Maya, su Alhambra… Casimiro era un ser hermoso, elegante, olía como la cama de un príncipe… sólo tenía un defectillo: sabía hablar.