lunes, 25 de enero de 2010

CAPÍTULO VIII: Del trato entre don Servando y Santorcaz… y del "ojo en la cerradura"...

LG

Consciente de que su actitud pasaba, cuanto menos de sospechosa, Juan el Sanguinario bajó la cabeza y subió prestamente a sus aposentos sin decir más palabra. Mientras tanto, don Servando, que observaba todo desde su mesa con gran divertimento, llamó a Santorcaz con la mano en alto, y al acercarse, con tono confidencial le dijo:

Barbero, venid un momento. Veo que miráis con ganas la bolsa del cabrero, os puedo asegurar que si hacéis de él un don Juan como aseguráis, sacaré de vuestras orejas más oro del que él lleva en su morral. –Diciendo esto, hizo un pase mágico y sacando una moneda de la oreja de Santorcaz, se la entregó en mano sin que el truhán pudiera decir ni pío del asombro que lo acosaba.- El pacto es el siguiente: si lográis el cometido, seréis rico, si no lo lográis… ¡Ah, si no lo lográis! Tal vez os convierta en sapo. –Y soltó una sonora carcajada que retumbó en todo el salón.

A Santorcaz se le iluminaron los ojos de codicia y sin pensarlo dos veces, replicó:

No dude excelentísimo señor que así lo haré, aunque deba trincarme a la Casiana de por vida, y válgame Dios que es castigo como para purgar en el infierno, pues no hay navaja que rasure sus bigotes sin desafilarse, y ni hablar de los gatos que tiene en los sobacos… huelen peor que una paella de mariscos en mal estado. –Bajando aún más la voz, le dijo en tono de confidencia-. Del “otro gato”, no quiera que le hable, don Servando, que su señoría es demasiado señorioso pa decirle lo que tiene entre las piernas… ¡Pardiez! –Y sellando el pacto con un apretón de manos, se dirigió muy ufano hacia su tocayo bien dispuesto a comenzar la tarea.

Entretanto, las gitanas se habían quedado picadas por la curiosidad con la imagen del Sanguinario y sus dichos. La Pitones, haciendo de tripas corazón, y por no tener con quien hablar, se acercó a la Carmela bien mansita:

¿Haj visto tú al mozalbete? ¡Qué diantres le ha picao! Aquí hay gato encerrao, y te lo digo yo, por mi Niño del Corral que destaparé esta olla. –Y poniendo los dedos en cruz, se los besó en juramento-. Luego se dirigió hasta la puerta de la alcoba de Juan el Sanguinario, y poniéndose culo pa´rriba se dispuso a fisgonear por el agujero de la cerradura. Juan se estaba quitando la ropa y lo que vio la gitana la dejó sin habla…- Lo sabía, lo sabía, -dijo para sus adentros-, no hay diosito que a mí me engañe… -Y se dispuso a no perderse detalle de los atributos que veía...


MG

Tal vez no se le diese tan mal la noche a Santorcaz. Animado por la moneda a punto estuvo de pedir vino a Buttarelli, pero recordó el capítulo del empuje de los higos chumbos y se abstuvo. Lo que sí requirió fue unas viandas con las que entró en calor y recuperó su buen humor. Espoleado por el ánimo metió mano a Casimiro quien ya no sabía muy bien a qué había venido a Sevilla. Comenzó a abrir y cerrar sus tijeras y pasearlas por el pelo del cabrero como un hada de metal que batiese sus alas sobre una flor. Comenzó a mover tijeras y cabeza, a buscar ángulos, perspectivas. Mientras los demás fingían no mirar.

- ¿Sabe usted caballero?

- Yo no tengo caballo, mire usted.

- Es un hablar… a mí el joven ese… el Sanguinario o como se llame no me da ningún miedo. Sepa usted que yo estuve en la batalla de Lepanto contra los inglaterreses de Inglaterra, y en la de Salamina contra los turqueses de Turquía, e incluso con los franquistas de Francia en la batalla naval de… en la batalla del Sahara. Y siempre salí victorioso… mas uno es hombre de paz. De haber sido un maleducado de buena fe hubiese atravesado a ese polluelo. Otra cosa he de advertirle… no se fíe del personal, todos ambicionan lo que usted tiene. Además, en un sitio como este sólo hay envidiosos y todos, todos, le envidian a usted por su porte y su elegancia.

- ¿Yooo?

- A usted, como le digo. Una vez que termine nos iremos de aquí para no volver más.

De este modo Santorcaz iba ganándose la confianza del pobre Casimiro, quien movía la cabeza a un lado u otro según los dictados del barbero que hablaba hasta por la tijera. De vez en cuando cogía algún trozo de chorizo y se lo llevaba al buche, naturalmente contaminado de pelos. En un determinado momento sacó sus perfumes traídos de “las selvas de Arabia” y empapó al cabrero hasta impregnar con su perfume toda la hostería. Juan se detuvo, le examinó, le quedaba el trabajo más importante: la barba. Sacó su navaja, afilada como la lengua de una suegra. Pero Santorcaz no consideraba a su navaja como un instrumento de corte, sino como un buril con el que dar forma a un nuevo rostro. Recortar los pelos que durante tanto tiempo se habían enredado como una hiedra salvaje, para dejarlos como un seto ornamental, la perilla de bachiller, el bigote de un hidalgo, la barba de un escribano. Nada en él podía hacer sospechar su noble oficio de ganadero, tenía que parecer un grande, un noble, el indiano que llegó de las américas, el extranjero que zarpará mañana al nuevo mundo. Santorcaz era un dios y Casimiro su Adán particular.

Mientras tanto otras tantas cosas poblaban la imaginación del cabrero, al principio comenzó a imaginar batallas y creyó que las guerras eran como cuando se peleó con el Eustaquio que comenzaron a tirarse boñigas de borrico y terminaron con pelotes de granito. Continuó pensando en toda la gente de la hostería, y creyendo que querían robarle el queso de su morral. Para terminar oliendo ese líquido con el que el barbero le bautizaba una y otra vez. Pensó si no sería cosa de amanerados y creyó que sí, que se estaba volviendo algo mariconcete porque le atraía el tal Juan el Sanguinario. Notaba como una bobería que le ponía eso que ya sabemos, alegre. Tanto o más que la butifarra que devoraba Santorcaz. Lo cierto, es que había venido hasta Sevilla para encontrar moza, si se presentaba en la sierra con un chavalote su padre lo correría a patadas con toda la razón del mundo. Aunque lo peor era que no sabía qué decirle a una dama, la tal Pitones se le antojaba jugosa, ¿pero qué podía decirle? Miró al barbero, quizá sus consejos serían acertados.

- Mire usted, yo no sé que decirle a las mozas… - dijo al fin.

Santorcaz, se detuvo, le faltaba muy poco para acabar su obra y cobrar el dinero de don Silbando, pero ahora tenía la oportunidad de ganarse aún más la confianza del cabrero.

- Se empieza diciendo algo bonito, como…

- ¿Eso es lo que usted le dijo a la Casiana?

- No, noble caballero. A la Casiana le vale con un rebuzno o en su defecto con varios eructos. Como le decía, usted debe decirle algo que suene bello, pruebe con esto: “¿No es verdad ángel de amor que en esta apartada orilla más clara la luna brilla y hasta el aire se respira mejor?”

- ¿Cómo, cómo? ¿Ángel mamón aparta las rodillas que esta está que me brilla y vas a respirar mejor?

En ese instante Santorcaz terminó con la navaja, le había quedado un trabajo impecable había hecho su obra maestra, su David, su Capilla Sixtina, su Pirámide Maya, su Alhambra… Casimiro era un ser hermoso, elegante, olía como la cama de un príncipe… sólo tenía un defectillo: sabía hablar.

sábado, 9 de enero de 2010

CAPÍTULO VII: De la transformación del cabrero y otras cuestiones...

LG

Quédose el cabrero sorprendido de sí mismo como lo estaba la concurrencia con su cambio. No era mal parecido que digamos y si las artes de Santorcaz culminaban la tarea tusando el abundante pelo y la hirsuta barba, quizás hasta se podría decir que hasta fuerza buen mozo. Pero parecía que el barbero lo único que quería era largarse con los dinerillos de Casimiro, cosa que no hacía por no encontrarse con el demonio de la Casiana que lo esperaba con los brazos abiertos y sus atributos en pie de guerra, pues las faldas en alto sólo significan una cosa en cualquier idioma.

Percatándose de las intenciones de Santorcaz, Juan de Ratatuille, el Sanguinario, que se había despojado de su capa para dársela al cabrero, se dirigió sin preámbulos al barbero tratando de que éste depusiera su actitud:

Escuchad barbero –le dijo-, olvidaos ese saco que escondéis sin éxito entre vuestras ropas y tal vez podáis salvar el pellejo, caso contrario os serán amputados los dedos de la mano que lleva el talego. Que aquí somos todos malandrines por lo visto, pero tenemos códigos de honor. -Y dirigiéndose a Casimiro, continuó.- Y vos Casi Has Mirado, atended vuestras cosas, pues no respondo por lo que os puede suceder de puro confiado que sois. ¡Abrid los ojos, vive Dios!

Juan el Sanguinario había comenzado a ponerse rojo de la ira, su esmirriado cuerpo temblaba y no se decidía a desenvainar la espada para amenazar a Santorcaz, que dándose por aludido, entregó el saco con el dinero a Casimiro en mano propia, prometiendo que ahora que la fauna autóctona que llevaba encima, había perecido ahogada por el baño, escanciaría sobre él sus perfumados tónicos, los mismos que había conseguido de mercaderes árabes y tan dudosos como él.

Satisfecho con el resultado, Juan, recompuso su aniñado rostro y sacando pecho, gritó:

Mientras el Sanguinario esté dentro de esta pocilga maloliente, no habrá robos entre los parroquianos, ni desprecio a estas damas sin que deban vérselas con mi espada.

Oleeeeee, mi arma, así debe hablá un hijo de la mar. Cuando quieraj aprendé laj arte del amó, no tiene má que decirle a ejta servidoa.-Dijo la Carmela meneando el trasero y acercándose al mozo con intenciones de tantear terreno.

La Pitones se puso a la defensiva, y quedó atenta. ¿Por qué ella tendría que conformar al cabrero y a la gorda de la Carmela le tocaba el niño aquél, bien tiernito y seguramente muy apasionado, como todo hombre de su edad. Sí, la Pitones andaba necesitando un “machazo” con todas la de la ley… pero pensándolo bien, ahora que el cabrero había cambiado la estampa…

Juan el Sanguinario volvió a ponerse granate de la vergüenza… ¿Pero que diantres le pasaba a ese mozalbete?

miércoles, 6 de enero de 2010

CAPÍTULO VI: El peso de la conciencia

Como nadie en toda la hostería se presentaba para hacer de biombo, tuvo el pobre Casimiro a bien taparse sus vergüenzas. A Casiana tuvieron que echarla, porque ya no se controlaba. Tan humillado se encontraba que se dejaba hacer como cachorro en manos del amo. En un momento dado y viendo que las ropas se movían Santorcaz le encomendó a doña Rosario que tuviese a bien lavárselas, pero la mujer al ver removerse tanta fauna lo único que le vino a la mente fue echarlas al fuego, no fuera ser que contaminara la hostería, que por cierto bien contaminada estaba ya. En aquel momento se quedó el pobre cabrero con una mano adelante y otra atrás, además su taleguita con el dinero no aparecía por ningún sitio. El barbero sospechosamente y con la excusa de traer algún perfume se marchó quedando el pobre Casimiro como vino al mundo y de no ser por la chimenea, incluso congelado.

En la calle Santorcaz reía alegre, la bolsa del cabrero era muy suculenta y para él solito. Sin embargo, en la esquina una sombra grotesca le esperaba. Casiana le hacía gestos con el dedo, ven, ven, le decía. No, esta vez no sucedería como cuando los pavos. No se dejaría humillar. Pero para que eso no sucediera tenía que dar marcha atrás y volver a la hostería, no había otra salida. El barbero miró al cielo y vio una cosa curiosa… Los comentarios… no podía ser, qué dirían de él las voces. APM, Nirvana, Charly T, Draco, Angus, Marcos, Ro, Dora, CLsT, Linus… qué más le daba, llevaba mucho tiempo esperando una oportunidad como esta. No, las voces no le iban a hacer temblar. Quien le hacía temblar era Casiana que se estaba, por Dios que espanto, ¡levantando la falda!

- Está bien voces del otro mundo… pero que conste que yo me las busco engañando. De algo tengo que comer ¿no? Nada hoy toca ser bueno…

De ese modo Santorcaz entró de nuevo en la hostería con una recién fabricada sonrisa, como si en realidad hubiese ido por el perfume.

- Caballero… ahora voy a hacer de usted un Donjuán.

En el intervalo de tiempo que estuvo fuera, entre don Silvando y Juan el terrible, haciendo de su capa un sayo, le habían prestado algo de ropa a Casimiro. Y los demás clientes animados por tanta generosidad les imitaron, de ese modo quedó el cabrero enfundado en unos ropajes con los que parecía un hidalgo.

Santorcaz al verle tan bien puesto, estaba apunto de marcharse, total… ya apenas le necesitaba. Aún estaba a tiempo de largarse con el dinero…