sábado, 6 de noviembre de 2010

CAPÍTULO VI: EL PLAN SE PONE EN MARCHA

LG

Ni bien Esteban Dolores y su igual, Feliperro, entraron en la taberna, todas las cabezas se voltearon para mirarlos, pues hacía tiempo que no venían forasteros a recalar en este sitio. Al contrario que su ex sirviente, mal entrazado, con cara de bobo y para colmo con un hilillo de baba que le caía por la comisura del labio, Esteban era bien parecido y lucía gallarda figura.
Era un hombretón de espaldas anchas, moreno, de barbilla cuadrada y hoyuelos en las mejillas, que le daba un aire entre de niño y de diablillo. Llevaba el pelo largo y atado en una coleta, mediante un lazo negro de terciopelo. Su aspecto era… por lo menos elegante.

Las gitanas le dieron descanso a sus uñas, que ya tenían gastadas de tanto rasque, y con los ojos clavados en el mozo, ensayaron su mejor sonrisa. No era habitual que un espécimen de tamaña naturaleza pasara por este antro.

Mira Carmela –dijo la Pitones-, si hasta lleva todos los dientes puestos, mi alma, igualito a mi Niño del Corral Candelas. Pocos son los que se ríen y lucen tamaña dentadura, a la mayoría se le escapan los garbanzos del guiso entre los espacios donde debieran tener los dientes. Anda pues, que este hombretón es mío, ni se te ocurra acercarte, prima… -La Carmela frunció el ceño a sabiendas de que si no le hacía caso, la que quedaría sin dientes sería ella, de los golpes que daría la otra, de modo que no le hizo asco de acercarse prestamente a Feliperro, que no importaba la pinta sino llenar el corpiño de monedas.

Ante tanta algarabía, también se volteó la niña María de los Milagros, y en ese instante sus cándidos ojos toparon con los no tan cándidos de Esteban, ya que a este le saltaban chispas de sólo imaginarse a la doncella entre sus brazos.
María de los Milagros quedó tan absorta ante Esteban, que hasta se olvidó de los piojos que no le daban tregua, y dedicándole una caída de ojos de esas que derriten hasta al hielo, bajó la cabeza con el pudor de una dama.
Para qué contar su efecto en Esteban, los calores se le agolparon en la cara y en otras partes, de tal manera que hubo de contenerse para que Merceditas, el ama, que estaba allí cerca no lo sacara a patadas en el trasero. Por eso mismo se apuró a acercarse a la vieja, y ensayando su mejor y más simpática sonrisa le dijo:

Vuestra Merced ha enviado por este servidor, soy Esteban Dolores, el boticario de la comarca, a sus pies señora. El padre de la doncella me ha destinado a quitar los… los… ejem… los visitantes de su hija, con premura. He de comunicarle que mi asistente traerá las lociones para tal menester en el día de mañana, pues hubimos de encargarlas a Oriente, que aquellas pócimas son más potentes que las nuestras. Espero que Vuestra Merced, llegado el caso, contribuya franqueándome el paso a las habitaciones de la niña… no olvidéis que su padre es vuestro amo. –Y dicho esto, hizo una reverencia a Merceditas, para luego tomar la mano de la doncella y estamparle un beso húmedo y provocativo, hecho lo cual se sentó a una mesa junto a Feliperro y clamó a viva voz:

¡¡Tabernero!! Traed el mejor vino de la casa para estos sedientos hombres… y que no falte un plato de guiso, que el camino ha sido largo. –Luego, dirigiéndose a Feliperro en voz baja le dijo-: Mi querido amigo, debéis de conseguir algo lo más parecido a un ungüento o loción que podáis, no importa que no lo sea, mas sí que lo parezca. Para mañana tengo planes…

Mientras esto ocurría, la Pitones ya enfilaba, moviendo las caderas hacia la mesa que ocupaba el visitante y frotándose las manos mientras pensaba en el festín que se daría en un rato. Se movía con un ritmo extraño, parecía un baile africano, pero no... era el picor no la dejaba en paz.


Sí, señor, los planes saltaban a la vista, lo que no se sabía era la marimorena que se armaría a causa de ellos. La hostería volvía a estallar…