viernes, 30 de octubre de 2009
CAPÍTULO X: Encendiendo la chispa...
Ni bien el Niño se sentó en la mesa, Isabel le dedicó su mejor sonrisa y una caída de ojos que hubiera ruborizado hasta al mismísimo demonio. Pero el maestro de los maestros, acostumbrado al asedio de las mujeres, lejos de sentirse acobardado por semejante mirada, acercó un poco más su silla a la silla de la condesa y le devolvió el desafío con los ojos.
La duquesa echó el pecho hacia adelante sirviéndole en bandeja de puntillas, aquel desayuno de lujo, y el torero no tuvo más remedio que perderse entre los melones maduros y dulzones que se le ofrecía sin remilgos.
Entre suspiros de medianoche (aunque era bien temprano en la mañana), Isabel, con su mejor vocecita de gata en celo, le dijo al torero.
Pues sí, “mi” Niño, os he enviado a buscar para concluir aquellos “negocillos” que tuvimos hace un tiempo en este mismo lugar –y le guiñó un ojo cómplice y picaresco-. No me vais a decir que ya no os acordáis de ellos… en cambio yo recuerdo hasta el último detalle de vuestra maestría bajo mis sábanas.
Dicho esto trató de sacar más pecho aún del que había sacado, de suerte tal que se le salió uno de madre y fue a parar prácticamente en las manos del torero, quien no dudó un instante en dejarlo descansar en ellas y apretándolo con un mal disimulado entusiasmo, comenzaron a subirle los colores a la cara y otras cosas en los pantalones. La duquesa disfrutaba de aquel momento como si fuera el último, y como la primera vez, ésta tampoco tuvo empacho en mostrarse ante los parroquianos que miraban gustosos, y aprovechando que los guardias que había dejado su prometido habían quedado en la puerta para evitar que otros extraños molestaran a la dama, sin saber que la dama estaba en calentorra escena con el torero, que de saberlo el duque, no digo que hubiera ardido Troya, pero sí hubiera ardido la hostería con todos adentro…
La Pitones mientras tanto hervía, pero no de lujuria como la duquesa, sino de rabia, pues ella había sido una de las amantes predilectas del Niño y ahora, una remilgada duquesa de pacotilla la humillaba delante de su clientela. La Carmela disfrutaba a más no poder con la rabia de su ahora enemiga, y lanzaba sonoras carcajadas mientras ofrecía su propia mercancía a un parroquiano joven y vigoroso, que de tan vigoroso ya le había saltado el bulto al ver la lujuriosa escena que tenía frente a sus ojos.
Cuando Vuestra Merced quiera, -dijo Isabel-, y donde quiera, que esta hembra será vuestra aunque arda en la hoguera de la Inquisición, pero no os voy a negar que prefiero arder en las vuestras…
Madre mía, apenas había amanecido y la hostería rezumaba calores sin necesidad de encender los leños, pues se había encendido la chispa que haría explotar todo por los aires, no olvidéis queridos lectores que la duquesa de Piedrabuena era una verdadera fiera de alcobas…
viernes, 23 de octubre de 2009
CAPITULO IX "Y se hizo el paseillo..."
lunes, 19 de octubre de 2009
CAPÍTULO VIII: La duquesa prepara el terreno…
Luego del apañito de la Carmela, Rafaelillo salió de la hostería con las piernas temblando como le había prometido la gitana.
A la mañana siguiente, cuando la duquesa de Piedrabuena bajó a desayunar, ataviada esta vez con un vestido azul eléctrico, de ajustada cintura y el escote de costumbre (ya sabéis que los escotes de la duquesa eran sus armas más temibles), como decía, Isabel encontró a la comitiva ya dispuesta a partir para dar curso a los negocios de la herencia de don Alfonso. Éste, se inclinó ante la dama y luego de besar el dorso de su mano le dijo:
Mi amada Isabel, mis asuntos me llaman, estaré poco menos de un mes para resolverlos. Os dejo, como os había prometido, dos centinelas para que os resguarden de los mal habidos que pudieran merodear en esta pocilga de morondanga. Si así y todo, tenéis algún problema y necesitáis de mi presencia, mandad a uno de ellos en mi busca que acudiré presto, no permitiré bajo ningún motivo que mi futura esposa pase un mal momento en mi ausencia.
Acto seguido se acercó a la mejilla de la duquesa para darle un último beso de despedida, justo en el momento que un pequeño bichillo intruso saltaba desde su recogido peinado e iba a quedar pegado a los labios del caballero sin que éste se diera cuenta de momento (no os diré cuando más tarde comenzó a picarle la boca haciéndole enloquecer en su trayecto…).
Id con Dios don Alfonso y no os preocupéis por mí, estas buenas gentes apenas pueden razonar pero tienen un gran corazón, a no dudar. Nada me faltará y mucho menos nada me pasará, quedaré aquí recogida como monja de convento aguardando vuestra vuelta. -Dijo con zalamería.
Don Víctor se inclinó ante la dama y la saludó con honores. Luego la comitiva se puso en marcha mientras la complacida Isabel, agitaba un pañuelito de seda blanco desde la puerta de la hostería. Un rato después y ya convencida de que su caballero estaba rumbo a caminos inciertos y bien lejos, entró al salón (salón, jajajaja) y se sentó muy ufana en una mesa donde la grasa hacía de mantel, porque a estas horas tempranas, la mujer del tabernero todavía no había colocado los manteles con puntillas de boda.
Buttarelli se acercó solícito, pues los centinelas no le sacaban la vista de encima, y escanció en un tazón la leche de cabra que según él estaba recién ordeñada, nada más lejano de la realidad, puesto que estaba más cuajada que un queso y olía peor que los pies del tabernero. Isabel sin embargo hizo caso omiso a esta inmundicia que le era ofrecida, pues de sólo pensar en el Niño del Corral, la ponía en las nubes. No podía olvidar su última vez en esa misma hostería y en brazos del torero ¡válgame Dios! Los cimientos de la vieja hostería se movían del apasionado encontronazo entre dos amantes de lidia….
La duquesa estaba entre la leche cortada y el torero cuando las gitanas bajaron de sus aposentos. Evidentemente aún estaban de malas entre ellas, pues no se miraban más que a hurtadillas y nuevamente se ubicaron una bien lejos de la otra.
La Carmela exultante por el recado que le había pedido Isabel y por las noticias que le llevaba, se acercó a la dama para interiorizarla sobre su “charla” con Rafael y le dijo que estaba esperando respuesta de un momento a otro, que no se preocupara, que el Niño ya sabía de su venida a la hostería.
El pecho de Isabel subía y bajaba de la excitación que le producía saber que el torero estaba al tanto de su visita. Su respiración se volvió más acelerada y se le encendieron las mejillas de puro placer, mientras que por costumbre, llevó sus manos al monumental peinado, y enterrando sus uñas hasta el cuero cabelludo, se rascó la cabeza sin pudor alguno. Ya se vería cuando debiera soltar su cabellera bajo la tormenta que desataría el Niño del Corral Candelas…
miércoles, 14 de octubre de 2009
CAPITULO VII "La Carmela le mete las cabras en el corral al torero..."
sábado, 10 de octubre de 2009
CAPÍTULO VI: Isabel prepara el terreno…
La duquesa de Piedrabuena, flanqueada por don Víctor y el noble caballero, el duque don Alfonso Antúnez y Antúnez, de Valladolid, había cambiado su cara por completo luego del trato hecho con la Carmela, pues ahora lucía una sonrisa de oreja a oreja y los caballeros que la acompañaban no alcanzaban a saber el motivo, ni lo alcanzarían a saber por el momento…
Decidme don Víctor ¿Cuándo debéis marcharos por vuestros negocios? Bueno sería que yo lo supiera, de forma que avisada, pudiera echar mano de algún entretenimiento… campesino durante vuestra ausencia, tal vez podría hacer labores de bordado... –dijo la duquesa en tono risueño pero convincente-. Y vos mi señor –dirigiéndose al duque Alfonso con mal disimulada zalamería-, no olvidéis que es necesario que arregléis el asunto de vuestra herencia para que nos podamos desposar lo antes posible. Creo que es tanta mi ansiedad para que llegue ese día que os pido humildemente que sea mañana mismo que partáis a por los títulos de propiedad que os pertenecen…
Don Víctor y el duque intercambiaron una mirada de fastidio. Era cierto que la duquesa de Piedrabuena se desposaría con él, pero era un mero contrato matrimonial que beneficiaría a ambos: a don Alfonso, porque a través de este matrimonio accedería a la fortuna familiar que su tío le legara, previa cláusula de que debía casarse para hacerse cargo de ella; a la duquesa, porque con singular “carrera” en cuanto a hombres se refería, añoraba poseer la fortuna del duque y vivir en palacio, aunque tenía bien en claro que su futuro esposo, como no podía ser de otra manera, llevaría la cornamenta de cien venados, aunque esto a ella no le quitaba el sueño en absoluto.
Mi señora –dijo Antúnez y Antúnez-, hemos decidido con don Víctor, salir al amanecer, es lo más rápido que podremos hacer. Pero no os preocupéis, os dejaré escolta de dos hombres para que no seáis molestada en nuestra ausencia.
No creo que sea necesario, don Alfonso –le replicó acercándose a su oído y acariciándole castamente el brazo-, estas gentes son de buen corazón y no hay de qué preocuparse, id pues con Dios y dejadme en mis labores de invierno que podré superar vuestra ausencia dedicándome a ellas…
¡No se hable más del asunto! –Dijo imperativamente el duque, que no confiaba en absoluto en Isabel, tal el nombre de la duquesa-. Os dejaré una escolta como es menester a la futura esposa de un noble.
Isabel sintió que le hervía la sangre en las venas pero hizo un esfuerzo por esbozar una sonrisa de complacencia. Ya habría tiempo de desquitarse del cerdo de don Alfonso ¡Habráse visto tamaña ofensa! ¡A ella, a la deseada por los hombres de toda la corte! Se juró que apagaría sus fuegos ni bien la comitiva subiera a sus caballos… pues al día siguiente vendría el famoso Niño del Corral Candelas, su amante más apasionado. Además, pensó que burlar a la guardia que le dejaba su prometido, sería más excitante y lujurioso aún…
miércoles, 7 de octubre de 2009
CAPITULO V "Buscadme al torero por tierras y cielos..."
"S"
martes, 6 de octubre de 2009
CAPITULO IV "Del escalofrío que la duquesa siente por el torero..."
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LG
Los caballeros no habían perdido detalle de la pelea de las gitanas por más que el tabernero se afanó en taparlo, y veían en la situación una mezcla de divertimento y preocupación, pues sabían que a pesar de resultar entretenido ver a las putas discutir entre ellas, también se podría convertir en un verdadero dolor de cabeza. El caballero que venía con la duquesa de Piedrabuena, fue el primero en hablar…
-Don Víctor, siempre he confiado en vuestro buen criterio, pero creo que esta vez habéis errado el camino de lado a lado. No veo modo de dejar a la duquesa sola en esta miserable pocilga mientras nosotros negociamos la herencia de Valladolid. No creo que ella se digne a quedarse aquí entre estas… ¿cómo os diría? Buenas gentes, para no entrar en detalles… ¿Os encargaréis vos mismo de hablar con la duquesa? Pues para mí es un fastidio, ya sabéis lo molesta que se pone cuando algo no sale como ella quiere y ya me estoy palpitando que querrá irse ya mismo de aquí.
No había terminado de decir las últimas palabras, cuando la duquesa venía bajando de las alcobas con una sonrisa tan radiante que se mordía las orejas. Se había cambiado el polvoriento vestido de viaje por otro de color verde rabioso con puntillas blancas, lo único que siempre conservaba a pesar de cambiar de ropa, eran esos escotes inmensos que casi le llegaban al ombligo y a través de los cuales, asomaban como melones maduros unos pechos descomunales. Llevaba el peinado tan recogido y alto como en la primera oportunidad que estuvo en la hostería, cosa que hacía intuir que el tónico que alguna vez le había untado Santorcaz, el barbero, en su cabeza, no había dado resultado.
Mi señora… -Balbuceó don Víctor, esperando de la Duquesa un ataque de ira-. No he podido dar con un hospedaje más acorde a vuestra dignidad y como bien sabéis, deberéis esperar a que terminemos las negociaciones antes de marcharos, si vuestra merced así lo quiere podr… -pero no pudo terminar de justificarse pues la duquesa lo calló con un gesto displicente de su mano-.
No os preocupéis don Víctor, no podríais haber encontrado aposentos más adecuados. –Dijo mientras los caballeros reunidos en la mesa no podían dar crédito a sus palabras-. Este lugar es francamente adorable, con ese aire tan campesino, esa comida tan exquisita, estos parroquianos tan gentiles y la cantidad de visitantes tan… tan… -y al no encontrar las palabras que definieran a quien ella estaba esperando, es decir al Niño del Corral Candelas, a falta de palabras, decía, un rojo rabioso le cubrió las empolvadas mejillas y agitó los melones dentro del escote…
Todos los presentes quedaron mirándola boquiabiertos sin dar crédito a lo que escuchaban, la duquesa de Piedrabuena no sólo estaba contenta, hasta parecía que estaba excitada…
lunes, 5 de octubre de 2009
CAPÍTULO III: Los nuevos visitantes y una sorpresa...
En los días siguientes, el trajín se apoderó de la hostería. La Rosario daba órdenes como un general en la guerra, las mozas no daban abasto en colocar las mejores mantas en las camas, los mejores cortinados y los mejores adornos para embellecer las alcobas, claro que lo que para la mujer del tabernero era “lo mejor”, ya veremos que para los futuros hospedados no resultaban más que trapos gastados… ¡Y ni qué hablar de las viandas que se afanaba por preparar ella misma! El guisado horrible de siempre, Rosario pensaba que lo había mejorado a fuerza de agregarle un poco más de especias, entre los que la pimienta señoreaba a más no poder, con lo cual, picaba de tal modo que no se le sentía gusto porque adormecía la lengua. Verdad es que el caldo, ahora era de gallina aunque para decir las cosas como realmente fueron, los pobres bichos eran tan viejos que ni las plumas se les podía arrancar de tan duras que estaban… en fin, que lo único que salvaba la situación eran unos cerdos asados que se habían comenzado a dorar sobre las brasas desde la mañana temprano.
Había llegado el gran día. Don Víctor, finalmente había optado por quedarse a supervisar todos los preparativos, con lo cual había enviado al joven Francisco a llevar las nuevas a la comitiva que estaba al caer, dejaba entrever un nerviosismo patente, pues sabía que su señor no estaría a gusto en aquella pocilga adornada como la adornaran.
La Rosario había hecho vestir a las putas de gran gala, con vestidos nuevos y abalorios de vidrio barato, y se las veía pavoneándose de aquí para allá como parte de una corte fantasma. Finalmente, se escucharon ruidos de cascos de caballos y de un carro, que atronaban esos caminos solitarios y aburridos de la comarca. Los parroquianos quedaron atentos sin salir a husmear como otras veces, pues el hombre de negro imponía su figura y su autoridad sin que nadie se lo impidiera. Buttarelli y la Rosario, se engalanaron con sus ropas de fiesta, que no eran otra cosa que las mismas de siempre pero con un poco menos de grasa y apenitas un poco menos de olor, y se asomaron a la puerta para recibir a los visitantes.
Diez caballeros de capa y espada, impecables y dignos se apearon de sus corceles finamente ataviados. Bien en la puerta de la hostería paró el carro cubierto, que engalanado como una verdadera carroza, llevaba finos cortinados de seda en sus ventanillas. Don Víctor se apresuró a abrir la postezuela y un gentilhombre con escudo de armas en la empuñadura de su espada descendió seriamente mirando a su alrededor y frunciendo las narices al ver la calidad miserable del lugar.
Don Víctor, pensé que habíais encontrado una posada acorde a mi dignidad, pero veo con desagrado que me hacéis venir a la pocilga de las pocilgas. –Dijo sin importarle el color rojo morado de la cara de Buttarelli, ni los ojos de la Rosario que despedían llamaradas de odio contenido y que no decía nada sólo porque aún recordaba la comisión que le había prometido la Pitones.
Acto seguido don Víctor se acercó al carromato y tendiendo su mano derecha ayudó a bajar a la “dama” que allí se encontraba presta a poner pie en tierra…
Con un vestido de terciopelo rojo y un generoso escote, un peinado impresionante y un abanico de seda que le tapaba el rostro púdicamente, aceptó la mado de don Víctor descendiendo del carromato y se encaminó hacia el interior de la posada seguida del caballero. Al pasar delante de Buttarelli y su mujer, cerró el abanico y dedicándoles la mejor sonrisa, les saludó con un gesto de la cabeza. Cuál no fue la sorpresa del matrimonio de posaderos, cuando vieron aquellos ojos, aquella boca y principalmente aquellos pelos. Pues la sangre se les agolpó en las mejillas de sólo pensar lo que pasaría en los días subsiguientes, es que la “dama” tenía un nombre que ambos conocían muy bien y era nada más ni nada menos… que la duquesa de Piedrabuena…
Los Buttarelli se santiguaron a su paso… habían vuelto los piojos de alcurnia…
viernes, 2 de octubre de 2009
CAPÍTULO II: Del incidente con el forastero y otras cuestiones...
Luego de las aclaraciones del caso, tanto el mensajero como Buttarelli parecían satisfechos con el resultado, uno porque obtendría una buena ganancia y el otro porque no se había movido un ápice en sus peticiones por más que Buttarelli creyera que se había salido con la suya.
El caso es que el hombre de negro se quedó esa noche a pernoctar en la posada, pues la nieve y la hora no permitían su regreso hasta el día siguiente. Antes de ser conducido a una de las alcobas de la planta alta, se dispuso a cenar el aguachento guiso que se servía día por medio y que miraba con suma desconfianza pensando que aún podía contener el dedo de Buttarelli, y de no ser el dedo, sólo Dios sabía qué cosas eran las que flotaban en la superficie.
¡Posadero! –Gritó con desagrado al ver el repelente cuenco chorreado de grasa vieja y pegada por todos sus costados-. ¿No pensaréis que voy a comer esta inmundicia propia de cerdos? Traedme un pavo asado y el mejor vino que tengáis en vuestra bodega, que ya habéis sido pagado de antemano.
Buttarelli se apresuró a disculparse diciéndole que el mejor y más grande pavo que tenía había muerto de muerte sospechosa en un enfrentamiento con la Santa Inquisión y que los otros eran tan pequeños que no merecían acabar en el cuenco antes de su adultez, por lo que rogó a su “reverencia”, que aceptase la bazofia al menos por esa noche, que al día siguiente ya dispondrían las cosas como él las había pedido.
Podéis llamarme don Víctor, pues para que lo sepáis y no volváis a preguntar de aquí en más, estáis hablando con don Víctor Augusto Torrente y Yáñez, de Aranjuez, servidor de la casa real y mensajero del rey…
Buttarelli quedó sin palabra, sobrecogido por tanta dignidad que traía encima el hombre vestido de negro, tal es así, que en ese preciso momento en que le estaba escanciando el vino, en su apabullamiento derramó el contenido de la jarra sobre las partes de don Víctor, de tal suerte que la Pitones y la Carmela que siempre estaban atentas a las partes de los forasteros, corrieron prestas para “escurrir” los pantalones del visitante antes de que el tabernero reaccionara.
Menudo revuelo se armó. Don Víctor chorreando el agrio vino por sus asentaderas y demás partes de las que se encuentran de la cintura hacia abajo y en medio de las piernas, atinó sólo a abrirlas para que el líquido pasara de largo, pero para ese entonces lo único que pasó de largo por debajo de su cintura, fueron las manos de la Pitones, que no sabían de dignidad ni de nobleza.
Buttarelli seguía en estado de parálisis mental, de tal modo que seguía con los ojos desorbitados y la boca abierta sin poder reaccionar. El resto de los parroquianos habían hecho silencio pensando lo peor, salvo la Carmela que reía a carcajadas festejando la gracia de su compañera y regocijándose en los días que vendrían en compañía de estas gentes nuevas, suponiendo erróneamente que todos los que allí llegaran serían hombres...
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"S"
-¡Cristófano! , ¡Cristófano! , ¡ven acá pa cá! -gritó su mujer sacando la cabeza casi a apresión por la ventanilla que comunicaba la cocina con la barra de la hostería.-
- Díme, Rosario, -dijo el gordinflon de Buttarelli, corriendo a su llamada.-
- ¿Qué susee por ahí afuera con tanto revuelo?
- Ná, Rosario, estas gitanas que nos van a buscá cuarquié dia una ruina.
- ¡Pitoné! , ¡Carmela! ¡vení pacá!
Las gitanas siempre prestas a la llamada de su casera, a la que temían más que a un recaudador, corrieron que se las pelaban ante los gritos que les estaba pegando.
- ¿Qué le pasa a la reina de la hostería con tanto griterío? -preguntó la "Pitones", con la zalamería.-
- No me venga con con pelaillas ni manotazos por er lomo, y muy atenta a lo que les digo.-contestó, Rosario, dando una patada a la puerta y plantandose con las manos en los cuadriles ante ellas.-
- No ze ponga jasí, mujé, que no ha pasao ná. -intervino la Carmela.-
- Ni no me ponga jasí, ni ná de ná. Como me eztropeen ustede el negosio der tio de negro, vais a tener que vendé la raja de despeñaperro pá riba. ¿o jabeis enterao?
- Que no paza ná chiquilla, que ar del luto lo tengo osnibulao... -contestó la "Pitones", cruzando su mantocillo por sus brazos en jarra y contoneando su cintura.- Ademá, que no vea la propina que se va a llevá usté, señora Rosario de mi corasón, con lo que le vamo a sacá a la comitiva que viene en camino.-añadió.-
- Bueno, pero tené cuidao, tené cuidao-dijo algo más comprensiva ante la comisión que estaba en juego.- ¡y tú, Cristófano que mirá! ¡Atiende a lo señoré de una vé!
- Pero, mujé, si er guiso que le ja puesto no se lo comen ni los perro...
- ¿Qué mi guiso no se lo comé ni lo perro? ¡Ayyyyyyyyyyy, que me cago en la mare que te parió a tí, ar tio de negro y a ló muertooo deeee!
- Tranquila, Rosario, que no é pá tanto, mujé. Que será que er tio no tiene paladá o vete a sabé, porque é lo que yo digo ¿si tu guisa mejó que lo angele der sielo?
- Güeno, pó le corto uno peaso de queso y a mea y adormí que ya no son jora de vení con remirgo...