domingo, 12 de abril de 2009

Capítulo XI: La revelación de los corazones


Don César, vuestras palabras son el bálsamo que sana mis pesares y obnubila mis pensamientos. La Virgen Santísima está por testigo que correspondo a vuestros sentimientos con la fuerza de cien huracanes, que en mi vida he sentido lo que hoy por vos siento. Mi señor, os amo más que a los cielos y a los mares, con vos he de ir a las Indias y a cualquier otra tierra extraña que indiquéis o donde fuera necesario para ser feliz junto a vos.

¡Perdonad! El rubor aflora como dardos en mis mejillas al escuchar vuestra declaración de amor, que no habéis hecho otra cosa que corresponderme como sólo un caballero lo podría hacer. Desde hoy seré vuestra señora y voto a los hados que no os faltaré…

Tenéis razón, mi señor, hagamos un alto para arrojar este endiablado reloj a las aguas del río, ya no me interesa ni su valor ni sus poderes. Además, si este reloj llegara a la hostería, doña Mariana de Altascumbres trataría por todos los medios de apropiárselo y correríamos el riesgo de romper este hechizo de amor. ¡No estoy dispuesta a perder por una mujer, lo que el cielo y vuestro amor me han dado!

¡Tomad el reloj, mi señor! ¡Arrojadlo tan lejos de vos que la vista no vea el lugar en donde cae!
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Y ahora que ya está hecho apurad el paso, no sea que el alba nos encuentre aún en el bosque y que lleguemos a la hostería del Laurel a la vista de los parroquianos. No olvidéis que además de doña Mariana, allí quedó el capitán Perottinni. Que nadie debe vernos llegar y menos aún, partir.

¡Éste será nuestro secreto, mi señor!

"Bueno, bueno, ya veo que Christiane se salio con la suya, conquistar a Don Cesar y Don Cesar mientras tenga el reloj creerá estar enamorado de ella, pero el reloj no pertenece a los mortales, por tanto ellos no han recuperado la memoria y tendrán su merecido".

Mariana, que se hacia llamar así, porque tenia todos los nombres a su disposición y ese era doble como ella, María por un lado y Ana por otro, dos nombres que siempre utilizó en todos sus viajes recorriendo el tiempo y arreglando entuertos donde quiera que los hubiera.
Nuestra pasajera del tiempo leía los pensamientos y conocía el pasado, pero ignoraba que sus compañeros de viaje y aventura no serian Cristiane ni Don Cesar como ella había pensado en un primer momento.
Alguien se movió a sus espaldas y vio la figura de Marcos que le dijo:

-Mariana siempre fuiste una ingenua, ¿como pudiste pensar que dos personajes como son una vidente que se guia por piedras y guijarros y, un pendeciero mujeriego como Don Cesar pudieran ser los elegidos para esta gran empresa?
Yo he sido elegido para acompañarte y llevar el reloj donde no puedan mancillarlo, ya ves que estos lo han tocado y se creen poseedores del verdadero Amor, Don Cesar cuando vea que el reloj que le ha entregado Christiane le ha desaparecido de su talego donde lo guardaba para vendérselo al Rey por una buena bolsa de doblones de oro volverá a ser el mismo de siempre, un patán, nada de caballero, un rufián que el único sueño que tiene es cuando duerme, un papanata que no tiene fe, sólo cree en el mismo y en su espada para matar a las ratas.

-Marco que alegría verte, razón tienes, siempre fui una ingenua, desde el primer día que los vi aparecer en el hostal me dije que eran ellos mis amados compañeros y de Don Cesar nunca creí que fuera tan egoísta y mujeriego, pensé que podría ser... bueno que más da, si no lo es ¿ dices que ha desparecido el reloj? ¿ y dónde está ?

Marco sacando la mano del bolsillo exclamó:

-Aquí está, estas son cosas de la Real Magia, ahora cuando don Cesar vea que ha desaparecido el reloj montará en cólera. No se hizo la miel para la boca de los promiscuos.


Llegados que son don César de Ayala y doña Christiane a la hostería del Laurel, ya casi al amanecer, toman asiento en medio de los clientes, que a esa hora siguen siendo numerosos. El bullicio, las guitarras, el trajín de los viajeros los reconforta de la soledad de los caminos. Al fondo, doña Mariana de Altascumbres cuchichea en secreto con un forastero de aspecto extraño. En una mesa, el capitán Perottinni, a solas, parece dormir una honda y prolongada borrachera.

Buttareeelliiiiiiiiii, traed vino, vive Dios, y un caldo caliente para la señora. Por la Virgen Santísima, doña Chiristiane, que ni siquiera en Flandes, ni en Francia, ni en Alemania ni en Italia ni en ninguna tierra que pisaran mis botas conocí dama tan hermosa como vuestra merced, ni ninguna ejerció sobre mí el hechizo que ejercéis vos. Con vos partiré a las Indias sin temor a los caníbales de aquellas tierras ni a los piratas que infectan los mares.


Pero atended, conozco bien a Tenorio. A esta hora sus criados habrán dado parte a los alguaciles y me habrán delatado al Santo Oficio. En cuestión de nada estarán aquí para prenderme. Si os hallan a mi lado, a vos os prenderán también. Tomad la llave de mis aposentos, subid. Bajo la almohada encontraréis un pistolete, tened cuidado que está montado. Bajo el camastro, entre mis ropas, una bolsa con muchas monedas. Cogedla y venid presto a buscarme, que yo entretanto vigilo la puerta. Si algo ocurriera, recodadlo, mañana al amanecer parten dos barcos para las Indias, el mayor de ellos, el San Vicente, está mandado por un antiguo compañero de armas. Preguntad por él en mi nombre y subid. Y ahora, id presto a mis aposentos que… ¡Vive Dios, doña Christiane! ¡Por la Virgen de los Mareantes! ¡El Santo Oficio! En la puerta. Rápido, subid. Recordad lo que os he dicho.


Cuatro hombres cubiertos con capas negras se acercan a prudente distancia de César de Ayala; doña Christiane ya sube las escaleras. El más alto de ellos, con voz potente, lo increpa:


-¡Don César de Ayala, daos preso en nombre de la Inquisición!


Pero el de los tercios no está dispuesto a entregarse con facilidad. Con la rapidez de otros tiempos tumba la mesa de una patada mientras saca las pistolas. Sin pensarlo, descerraja un tiro sobre el hombre, que cae redondo al suelo. Un vocerío descomunal se adueña de la taberna. El humo producido por la pólvora empaña el ambiente. En la hostería, como suponía don César, hay más de uno buscado por el Santo Oficio o por cosas peores. Los alguaciles no son bienvenidos allí.
Al momento alguien destroza un taburete sobre la cabeza de un alguacil. Los otros echan mano de las espadas y uno de ellos, pistola en mano, apunta al de Ayala, pero éste de nuevo se anticipa al movimiento. Dispara certeramente y el hombre cae de rodillas implorando a la Virgen.

El escándalo es mayúsculo y la reyerta se extiende ya por todo el local. Perottinni, que ha despertado del pesado sueño a causa de un guitarrazo, la emprende a espadazos con los alguaciles al grito de ¡Vivan los tercios! ¡Por la madre que os parió que os parto el alma! Los guardias retroceden hasta la puerta, pero al instante son empujados hacia adentro por otros alguaciles que han acudido al escándalo. Perottinni, enloquecido, suelta estocadas y mandobles sin miramiento alguno contra los de las capas negras. ¡Vive Dios que sois gentuza! ¡Ratas! ¡Miserables! ¡Cuervos!

Ayala, encima de una mesa, consigue con esfuerzo volver a montar sus pistolas. El blanco ahora es fácil: la puerta de la hostería, donde se apelmazan los alguaciles hostigados por Perottinni y los clientes. Dispara dos veces y da media vuelta. Sólo tiene una salida: las escaleras, sus aposentos y el balcón que da a la calle. Doña Christiane debe estar arriba atemorizada.

Al pasar junto al mostrador ve a doña Mariana, en medio de la humareda dejada por la pólvora, abrazada al forastero.

-Por la Virgen Santísma, huid, doña Mariana, no os quedéis aquí.

3 comentarios:

  1. Gracias,Liliana estos son mis momentos favoritos,
    El AMOR.

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  2. Jajaja Sí Mari, no podía faltar... ¿Qué sería una historia sin amor?
    Me alegro que la disfrutes, amiga, gracias a vos por seguirnos.

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