jueves, 23 de abril de 2009

Capítulo V. Atentado en la hostería.




En medio de tanta tensión, cuando algo grave parece estar a punto de ocurrir en la hostería, se abre la puerta y entra un hombre gigantesco con hábito de fraile franciscano, un hábito pardo y sucio, maloliente. Se acerca al mostrador con maneras violentas, impropias de un religioso. Abre el hábito y saca un cuchillo carnicero de tres cuartas de largo por una de ancho y lo clava en el mostrador a modo de saludo. Buttarelli da un respingo y a punto está de volcar una jarra de vino.

Buenas noches tengan vuestras mercedes. Y que Dios se apiade de vuestras almas impías por estar a esta hora en un antro de vicio y latrocinio como éste, un lugar de perversión concebido por el Diablo para llenar el infierno de almas. Pero ya lo pagaréis caro cuando llegue la hora.

Buttarelli, cuya imprudencia era su perdición, no puede contenerse a la pregunta ni siquiera a la vista del cuchillo.

¿Pues qué hacéis vos aquí, entonces?

Yo tengo permiso de Dios, sépalo vuestra merced. Me llamo fray Paravicino de Talavera, aunque las justicias me conocen por el nombre del convento: fray Manteca.

¿Fray Manteca?

Sí, fray Manteca, porque el bendito san Audencio se me apareció en sueños y me encomendó la dura tarea de limpiar la faz de la Tierra de todos los curas corruptos que infectan la Santa Madre Iglesia, que son legión. A treinta y siete he descuartizado ya con este mismo cuchillo. El primero fue el prior de mi convento. Por eso me llaman fray Manteca. Y sólo acabo de empezar. Dicen que estoy loco, pero sólo estoy iluminado por la beatífica y justiciera luz del Altísimo.

Ante semejante afirmación hasta don Mendo palidece. Al arcipreste de la Cruz le tiemblan las piernas, se apoya en un taburete y trabajosamente se sienta en él. No pierde de vista el cuchillo. Un silencio mortal reina en la taberna.

Pues en Sevilla hallaréis de sobra carnaza de la que buscáis. Aquí tenéis tajo.

A eso vengo, a matar al cardenal, que me han dicho hoy en Triana que mañana parará por esta hostería.

Un murmullo de asombro recorre la taberna. Buttarelli, con las manos en la cabeza, pregunta:

¿Y no os da miedo decir tal cosa de su eminencia? Vive Dios ¿y os quedáis tan fresco después de pronunciar tales palabras?

¿Miedo? Fray Manteca sólo teme a la lujuria, al vicio de la carne, a la avaricia, a los placeres mundanos y a las tentaciones de Satanás. Vos sí debéis tener miedo, tabernero, a las llamas del infierno, que consumirán vuestras carnes por regentar este lupanar. ¿Su eminencia? Su eminencia es el mismísimo Anticristo, que así se cueza lentamente en las peores calderas del infierno. Un fornicador, un fariseo, un corrupto, un canalla, un cerdo asqueroso hozando en los peores basureros del alma, el peor de los hijos de Belcebú, después del Papa.

Y diciendo esto blande el cuchillo y lo agita violentamente en gestos descuartizadores cortando el aire peligrosamente cerca del preste. Buttarelli se santigua cinco veces seguidas. La voz grave de predicador de fray Manteca ha impresionado a toda la clientela. Su rostro enrojecido y colérico, su enorme nariz aguileña, hinchada como la de un toro hostigado, sus ojos azules y saltones, desorbitados, girando como los de un poseso, asustan al mismísimo don Mendo. El arcipreste de la Cruz aprieta un crucifijo entre las manos hasta hacerse sangre y se santigua otras cinco veces, pálido como la cera; un charco de orines percocha las lozas del suelo bajo su taburete. Don Mendo y don Antonio, sentados frente a frente en la mesa, se miran fijamente sin decir palabra.

¡Buttareli! -gritó, don Remondo, al entrar por las puertas de la Hostería, ante la mirada atónita de todos los presentes.- quiero poner en su conocimiento que la cuenta del torero no es mía... pero, ¿qué sucede? si parecen vuestras mercedes de pura cera...

Don Remondo, mejor venga en otra ocasión, que la taberna no está para avenirse a recuerdos de tan aciaga noche.

¿Cómo dice, tabernero?

¡De aquí no sale nadie!, pase pendenciero.-gritó el fraile sin girarse del taburete.

Pero, ¿qué arapiento monje se atreve a hablarle de manera faltona al corregidor de Sevilla? jamás se ha visto tal desfachatez...


¿Tengo que tratarlo de usía tal vez? ¡que se siente he dicho! .-ordenó fray Manteca, dejando a la vista el impresionante escalpelo.

No, si tengo varios asuntos que tratar...

Tome asiento corregidor o su garganta no llega a maitines...


(Válganos la Virgen, el Niño del Corral Candelas. ¿A que tenemos la mala suerte de que el fraile lo descuartice antes de que pague sus cuentas? Siendo largo como es, no llega al fraile ni al pecho, vive Dios. ¿A que esa mole lo convierte en el muerto número treinta y ocho?)

Eh… Calmaos, calmaos, fray Paravicino… digo… fray Manteca. ¿No veis que el maestro no anda bien de la sesera, que es corto de luces, que Dios nuestro Señor no se acordó de él a la hora de repartir la inteligencia entre los cristianos? ¿Vais a descuartizar a un pobre desgraciado estando presto a llegar la bestia inmunda del cardenal, del que el demonio se acuerde?

Venid, venid aquí, Remondo, por lo que más queráis, sentaos a la mesa con nosotros, que no sabéis de la misa la media.

Válgame Dios, será lo mejor, porque me niego a separar mi gaznate del resto del cuerpo...

¿Cuándo llegará el Cardenal de la Cruz?

Igual se ha arrepentido su Eminencia y espera en vano...

¿es usted el arcipreste o el tabernero? ¡Cállese de una vez! -dijo, fray manteca, bajando del taburete y con los ojos fuera de sus orbitas.-

No creáis que no os he reconocido, arcipreste –dijo el fraile Manteca poniéndose frente a de la Cruz. Las manos en los cuadriles, el cuchillo carnicero clavado en la mesa. Vos formáis parte del séquito de cochinos corruptos del cardenal, vos sois quien le limpia las mierdas, quien le busca las meretrices, quien cuenta el oro robado a los pobres. Sois peor que los cerdos, preste, sois la mosca que se acurruca en el culo del cerdo al calor de la mierda.

El arcipreste de la Cruz creyó morirse, allí frente a aquel castillo de músculos enloquecido que voceaba en medio de la taberna. Y aumentó el charco de orines mientras el preste se escurría en el taburete, como hundiéndose lentamente en la fosa.

Vos sois de esa clase, un canalla, un servidor de Satanás, un sepulcro blanqueado, un hipócrita, y ese cerdo del cardenal otro, y el Papa la madre de todos los hipócritas, peor que la más sucia meretriz de Sodoma y Gomorra. Porque eso es el Vaticano: Sodomaaa, Gomorraaa, Babiloooniaaaaaaaa. –Gritó desesperado, levantando los brazos con el cuchillo en alto mirando a la concurrencia.

Decidme, ¿cuándo viene la hiena?

De la Cruz, acogotado en el taburete, sólo atinó a levantar los hombros, como indicando que desconocía la hora.

Bien, lo esperaremos. No os mato ahora, antes quiero que veáis morir a vuestro amo, tal vez viendo morir a Belcebú os purguéis de vuestros pecados.

Volvió a coger el cuchillo.

Sólo hay que miraros para ver la ramera que sois. Perfumada y cargada de joyas. Mirad vuestro anillo, debe valer una fortuna –y señaló con la punta del arma al Niño del Corral-, mientras este desgraciado no tiene ni qué comer. Ahí lo tenéis, con la ropa desgarrada y sucia que pareciera venir de una pelea, pálido como la cera a causa de las enfermedades y de la privación, que no parece sino que está al borde de la muerte. Y vos con un anillo.

El arcipreste de la Cruz, con las manos temblorosas, tardó algunos minutos en quitarse el grueso anillo del dedo índice y extender la mano hacia el Niño del Corral Candelas. Remondo, rápido con un rayo, en medio del pavor, fue a cogerlo, pero don Mendo fue más rápido.

Dejad que yo se lo guarde, preste, ya veis que el pobrecillo no está en sus cabales, de estarlo ¿hubiera faltado al respeto a fray Manteca al entrar en la hostería? Traed, preste, traed que yo se lo custodio, que hay mucho granuja suelto.

Al Niño del Corral se le cayeron dos lágrimas como dos huevos mientras veía el anillo cambiar de manos sin pasar por la suya.

¿Veis, rata miserable? –Gritó el fraile dirigiéndose al preste y señalando a don Mendo- ésta es la diferencia entre un hombre de Dios y uno del Diablo, que es lo que sois vos. Pero no creáis que me conmovéis con vuestro gesto. Estáis condenado a muerte como la sucia ramera del cardenal.

(Vive Dios, qué anillo. A fe mía que da para pagar lo que debe el Niño y aún sobra. Contando con que salgamos de ésta, claro)

A ver, Corregidor, corra a asomarse a la puerta y mi informa de que almas pendulean en el horizonte, y anfe con cuidado porque desde aquí lo hirvano con mi daga...

Ni un alma, fraile, no hay ni un alma en la puerta .-contestó a lo lejos don Remondo, sin dejar de temblequear sus canillas.-

Mire bien, que flaco favor se hace si me anda con engaños...

Que no hay engaños de peras al olmo, que no hay nadie, créame.

Elena, al escuchar a don Mendo que el Cardenal Cisneros viene a la hostería con la intención de matar a su hijo, huye con el niño a la venta de los Gatos, ya en la habitación el niño duerme y ella no para de dar vueltas por la habitación y por su cabeza:

-¡Vil serpiente! Te arrastras detrás del Rey, haces lo imposible por llevar almas al purgatorio y tú eres el Diablo en persona, matar a tu propio hijo, no podía imaginarme que fueras un criminal y después a quien querrás colgarle el delito, perro rabioso, toda carnada te parece poca.


Elena, rebusca entre sus ropas y se viste de hombre, esconde el pelo bajo un pañuelo negro al estilo pirata, se pone un sombrero de ala ancha que está en la habitación, se pinta barba y bigote, coge uno de los caballos que hay en la venta y se dirige velozmente hacia la hostería de Buttarrelli.



Mientras galopaba como un rayo en dirección a la hostería piensa en el Cardenal Cisneros y lo ve deformado ¡horrible! nariz larga, pelo de mazeta, ojos saltones, ojeras verdosas, labios invisibles. Cómo pudo enamorarse de un hombre tan feo y odioso que había vendido su alma al Diablo y el corazón a los perros.



¡Vaya! Esto sí es sorpresa. Muchos sicarios veo yo aquí para mi hermano. No, nadie se altere. Tengo muchas pendencias con “el cardenal”, si ha hecho carrera en la iglesia tan rápido ha sido gracias a sus cuantiosas donaciones. Dicho de otro modo. En su día tomó la herencia de nuestro padre y nos dejó en la calle. Desde entonces he tenido que arrojarme a la aventura. Su muerte no me desagrada, pero no seré yo quién la lleve a cabo. No soy Caín. Tampoco quiero estar aquí para cuando eso suceda. En cuanto a lo del niño, sabed que no renuncio a su custodia. Aunque por el momento me conformo con la situación, ya que me es favorable. ¡Ea, señores, quedad con Dios! Confío en que nos veremos. ¡Butarelli, esta la pago yo! Por cierto, don Mendo. Si alguna vez queréis batiros o tomar vino. Pasad por Coria, veréis en la dársena a un ciego tejiendo una red. Preguntadle si ha pescado alguna vez un pecio, el os llevará hasta mí.

5 comentarios:

  1. No pareis,por favor,que hoy tengo ganas de jaleo...

    Un beso.

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  2. Holaaaaaaaaa.. cansada de camina.. vi la puerta entornada y decidí pasar a tomar una cervecita..ufffffff.. me ha encandilado este bello lugar.. que historia tan lindas se escuchan.. da ganas de quedarse toda la noche...

    Un saludo a todos..

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  3. Vuelve cuando quieras, amiga, si quieres participar con algún personaje de manufactura propia deja tu correo y te damos los permisos. Gracias por tu comentario.

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  4. Gracias por seguirme...Yo continuaré ahora leyéndote...Me gusta tu blog, compañero de viaje!

    ¡Un abrazo!

    Iván

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  5. Bravo Manuel, tu personaje es interesante.
    Me gusta.
    Besos

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Bienvenidos a "La hostería de Cristófano Buttarelli". Es un honor recibirlos con un vaso de tintillo y todo nuestro afecto. ¡Gracias por vuestra visita!